Don Leopoldo y Yo

Ah, don Leopoldo, si usted supiera las cosas que me aquejan, dije, mientras respiraba pesadamente por el esfuerzo de sentarme, de posar mis huesudas posaderas sobre ese banco de madera de cáctus, pulido por nuestros traseros, la única superficie limpia de polvo en toda aquella calle enceguecedora, polvorienta y blanca de nuestro pueblito perdido en el norte de Chile. A ver, qué le pasa, cuénteme, dijo él, sin un gran interés. El interés lo habíamos perdido como dos jóvenes lentamente pierden el pudor; ahora el interés era una de esas cortesías que, como el pudor, no tenía sentido: no había apuro en nada, cada palabra podía llegar a su ritmo, el hablarlo no cambiaría nada. A estas alturas de la vida ya lo sabíamos. A estas alturas de la vida uno ya sabe ciertas cosas.
Pasó Doña Matilde. Nos saludó, la saludamos, cada uno levantó una mano de la cabeza de nuestros bastones donde las teníamos apoyadas. Sonreír no tenía mucho sentido; con la cantidad de dientes que nos iban quedando, y la mueca permanente de viejo norteño, reseco por el polvo y secado por el sol, cualquier sonrisa era casi indistinguible. Por eso mejor saludar con la mano y un casi imperceptible movimiento de cabeza.
Pasaron minutos, minutos que se iban con gusto, no con desdén, como solían hacerlo. Minutos antes de contestarle. Aquí el tiempo era lo único que existía.
Años atrás, trabajando el caliche, había llegado a esa conclusión. Todo el resto es un sueño, el tiempo nos sueña. Y años antes de cargar los sacos pesados, le había preguntado a mi abuela qué era el tiempo. Ella me había dicho simplemente que los peces tenían el mar, los hombres tienen el tiempo. Y no quiso decir más.
Pero trabajando en el desierto solo, supe. Si pues. Ahí uno se da cuenta: el tiempo se extiende sobre nosotros como un río que emana del desierto y fluye derechito hacia arriba. La arena reseca lo produce, los cerros lo producen, el viento lo produce. Si uno mira derechito hacia arriba, al cielo, puede ver el rastro que va dejando en la corriente del tiempo. Es por eso que el desierto no cambia, la arena y las rocas son siempre igual, pero todo aquel que lo pisa, se va resecando, achicando. A uno se lo comienza a llevar el tiempo. Aquí uno no se puede proteger, el cielo es tan grande y el desierto tan abarcador que no hay forma de salirse de la corriente del tiempo. Esas cosas aprendí trabajando el caliche pues. Estas cosas pensaba antes de responderle a don Leopoldo.
Sin apuro, sin ningún apuro entonces, le comencé a contar las cosas que me aquejaban.
Paul Blackburn


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5 Comments:
"Si uno mira derechito hacia arriba, al cielo, puede ver el rastro que va dejando en la corriente del tiempo...."
Motoquero, buen cuento.
Cuidate
R.
Uno de los mejores.
Chuta que "andai" prolífero!!
heey, claro ke si, tengo blog, y tu tienes barba...
jeje, saludos
No tengo idea quien eres, pero es la magia de internet q por andar buscando una cosa na' q ver uno se encuentra con esto... Muy buenos cuentos, me distrajo si de lo q hacia pero agradezco haberme distraido. Me gustaria haber sido tu y viajar x chile de la misma forma, suertudo...
Saludos de un Cibernauta admirado
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