Tranque La Luz y Playa Las Docas
Si el plan es pasar un día entero sobre la moto, primero zumbando a 100 km/h durante una hora de Santiago a Placilla, luego andando por cortafuegos, subiendo trepadas, bajando caminos erosionados y con enormes grietas, rodeando árboles caídos, sudando como chancho y cansándote generalmente, para luego volver zumbando y con frío de vuelta a Santiago, un hombre prudente duerme ocho horas la noche anterior y procura no beber en exceso ni hostigar en demasía al sexo opuesto.
El modelo de hombre prudente me acompañó ese domingo hacia la costa, a recorrer los bosques y cerros de Laguna Verde. Su antítesis, el que les escribe, recobró conciencia y personalidad jurídica en algún punto pasado el segundo túnel. Esta fue nuestra ruta general, y el archivo KMZ para Google Earth puede bajarse aquí.
De hecho, El Prudente me estaba esperando en las empanadas El Paso. Pero antes, un saludo a los viñedos de Chile. Si hay algo que me ha enseñado mi tiempo en USA, es que el chileno no conoce las profundidades abismales en las que puede caer la calidad de un vino malo, un vino de carrete, un vino de "hola traje esta bolsa pa' la fiesta". Beber vinagre luego de haberse cepillado los dientes les dará una idea de lo que hablo, a pesar de que la efectividad de este ejercicio es similar al de enseñar responsabilidad sexual con títeres-calcetín. (click).
Primer destino: Tranque la Luz. Primera pregunta de autoreflexión y evaluación grupal: por dónde chucha era el camino?
Árboles talados, grandes áreas polvorientas y con ramas y otros tristes restos de la tala en el suelo. Habíamos entrado por una futura urbanización, y esta parte del bosque ya no existía.
Recuerdo los años que vivimos en Reñaca, en la última casa de Av Las Golondrinas. Después de nuestra casa, la calle Luisa Nieto de Hamel (nombrada en honor de algún pariente de algún descendiente de Gastón Hamel de Souza, algo así como el fundador de Reñaca), y más allá de la calle, pequeñas dunas cubiertas de arbustos y docas. Lejos, mucho más allá, comenzaban las casas altas de Con Con, pero fuera del alcance visual. Detrás de nuestra casa en Av. Las Golondrinas no había nada sino el mismo terreno virgen, inocente. Nos ofrecía lagartijas, culebras inofensivas, un lugar para ir a explorar. Allá atrás fue donde –por error, compréndanme– le tiré un terrón de arena en el ojo a Cristóbal, mi amigo de la infancia; allá fue donde nació la lección sobre las docas y su habilidad para manchar las rodillas de los jeans; por allá lejos se escapaba nuestro perro escapista, fiel a sus raíces de perro callejero, brincando y saltando sobre los pastos, sobre la arena, investigando madrigueras de conejos, su cola blanca de plumero medieval la única forma y la única esperanza de encontrarlo otra vez. Por allá también lanzábamos pequeños planeadores con mi papá. Incluso un planeador de madera de balsa, el que nos costó horas de lija y paciencia, roto en el primer aterrizaje, haciéndome lanzar puteadas a diestra y a siniestra, pese a no ser culpa de nadie. (Aquel planeador sería reparado, puesto a secar, y posteriormente destrozado por nuestro otro perro, maníaco depresivo y asiduo a morderme).
Un día me encontré con una estaca en el suelo, cerca de un arbusto. La estaca había sido cortada toscamente, tenía sección cuadrada y en su extremo superior había sido pintada con pintura anaranjada. Interesante. Un poco más allá, otra estaca. Y más allá, otra. El significado de las estacas cayó de golpe al darme cuenta que formaban una grilla, una enorme grilla que trazaba y seccionaba mi gran patio trasero. Me enfurecí: urbanización, las pelotas. Tomé la estaca: era cosa de sacarla con los dedos de la arena. La tomé, y la lancé lejos, lo más lejos que pudiera. Y luego otra estaca, y otra, y otra. Malditos.
Los meses avanzaron, y vinieron los bulldozer, y trazaron uno que otro camino de penetración. Los arbustos y las docas yacían en montones arenosos por aquí y por allá, y la arena virgen, marrón claro, lucía los trazados de sus orugas. Aparecieron grandes secciones de tubos de cemento: HASBUN o GRAU habrán dicho, nombres de las empresas que fabricaron la mayoría de los elementos de hormigón de las urbanizaciones del sector. Se cavaron hoyos, se hicieron empalmes. Un día caí de hocico a uno de estos hoyos, quedando con la columna torcida de manera cóncava, sin aire en los pulmones, la cara llena de arena. Pero me levanté. Los que me acompañaban me ofrecieron poca simpatía, recuerdo. O quizás el recuerdo es falso, influenciado por mi impresión general de que la mayoría de los chicos del barrio eran zurullos humanos, hijos de nuevos ricos Reñaquinos, astillas del mismo palo cagado que flotaba por el cauce de la Transición chilena hacia la pseudodemocracia.
Y luego, las excavadoras. Recuerdo una montaña gigante de arena, arena pura, armada con un fin misterioso por los bulldozer y las excavadoras. Era alta, muy alta, y sus laderas tenían ese ángulo máximo que soporta una pila de arena, ese ángulo que tienen las mejores dunas en una de sus caras. Pero la montaña no duró; la tierra nuestra se convirtió en un enjambre de máquinas de construcción, hubo polvo, mucho polvo; no se escuchaba sino el sonido de los motores diesel y el pitido rítmico de su anuncio de marcha reversa.
Más tarde comenzaría el desquiciante sonido de las mezcladoras de cemento portátiles, ese gruñir que no acaba nunca; martilleos, galletas cortando fierros en una lluvia de chispas anaranjadas.
Mi patio trasero, nuestro patio trasero había sido sacrificado. Se levantaba una que otra casa por aquí y por allá. Ahora era posible andar en bicicleta por el sector, calles de cemento blanco sin finalidad ni sentido. Tiempo después, recuerdo un paseo corto por aquellas calles. Yo iba en el asiento trasero. Adelante, manejando, Cristóbal. Su padre, un hombre ordenado, de lentes, medio calvo, de origen alemán y con el hábito de terminar frase por medio con un "Ah?", le explicaba el truco de subir las revoluciones del motor antes de pasar el cambio. Cristóbal hacía lo que podía, apenas de estatura suficiente para ver por sobre el volante. Y yo miraba las nuevas calles, sitio tras sitio vacío, algunas casas en construcción, algunas terminadas. Así que esto era el nuevo mundo. Nuestra casa ya no era la Nueva Extremadura; ésto lo era.
Eso fue lo que se me vino a la mente cuando vi lo que estaba haciendo la inmobiliaria Curauma en Laguna Verde. Me pregunté cuánto más duraría la zona.
Pronto terminó el terreno de pesadilla, y encontramos el camino de los eucaliptus altos que lleva al Tranque.
Propiedad privada? Esto no estaba antes.
Al parecer hubo un incendio en la otra orilla.
Nuestra primera parada fueron las torres. Su finalidad ya la expliqué en otro artículo, transmitiendo las enseñanzas de Francisco.
He vuelto varias veces a este punto. Cada vez que vuelvo pienso en cómo está conectado todo por este enorme proyecto de comienzos del siglo pasado. Y cómo irá quedando en nada, por la indiferencia de las autoridades.
Restaurado, sería digno de mostrar, invitar a la gente a conocer de su zona. Enseñarles lo que fue este proyecto– no, no fue sólo proyecto, porque funcionó hasta 1998: esta obra– mostrar al mundo lo que Placilla y Laguna Verde tienen guardado como un secreto especial.
Pero ya no será posible. Por qué? Porque el informar acerca de las torres y su finalidad lleva a preguntas sobre el túnel hacia la caseta de válvulas y la poza de sedimentación; el informar acerca de la poza y la caseta llevan a preguntas sobre la central hidroeléctrica El Sauce, en el fondo de la quebrada, la raison d'être de todo este sistema. Preguntas incómodas, preguntas que no querrán nunca que se pregunten. Por qué? Porque la central hidroeléctrica El Sauce es, ahora, la vergüenza que cuelga al cuello de todos aquellos que pudieron impedir su violación y saqueo.
No: Nada de esto será restaurado. "Yo no fui" dijo el funcionario público, manos en el aire, hombros encogidos, palmas al frente: el baile del mediocre. "Yo no sabía, nada se pudo hacer" dijo el terrateniente. Vamos, que si todos lo bailan nadie se da cuenta.
No: No pueden haber preguntas. La desaparición y el olvido de este proyecto, un lucero de iniciativa y modernidad de comienzos de siglo, tendrá muchos cómplices.
Rodeamos el Tranque, pasando por sobre el pretil.
(click)
Dejamos atrás el Tranque, y comenzamos a recorrer.
Ah, sí. Esta subida. Tiempo atrás, me vio las pelotas.
Ahora, con más experiencia a cuestas, es lo que le dijo la yegua al burro, sonrojada: "Es otra coooosa po..."
Y después, hacia la tumba de Gregorio.
Y ésta es:
Siempre nos había dado curiosidad la presencia de numerosas botellas plásticas de agua en las cercanías de la tumba. Ofrendas? Gregorio murió de sed?
Francisco nos aclara:
Y aquí estaban los perritos:
Y la virgen.
Glup.
Descansamos aquí un rato. Sudaba y sudaba; estaba empapado. Rodrigo, ni tanto. Consecuencias del libertinaje y la vida nocturna, quizás.
La idea era llegar eventualmente al morro de Quintay. El problema era que tomamos camino tras camino equivocado.
Esta reja nos resultó familiar, pero resultó ser el camino errado.
Pero eso no lo sabíamos! Una llamada a Francisco, y nos encaminamos más o menos hacia la loma correcta.
Algunos caminos nos eran nuevos, algunos nos eran conocidos.
Y algunos, casi no parecían caminos.
Ya volviendo, habiendo decidido que nos hacía falta un machete para seguir adelante, me fui a la zanja.
Aquí, orgulloso de mi hazaña.
Paré el motor, puse primera, y levanté la rueda delantera, como si se tratara de una bicicleta. Con la experiencia, te vas dando cuenta que hay cosas que sí se pueden hacer con una moto de 110 kg, aunque no parezcan factibles a simple vista.
Finalmente encontramos el camino.
Esa foto se la tomé a Rodrigo en el mismo lugar en el que tomé esta foto de Francisco, hace un tiempo ya:
Y seguimos adelante.
(click).
Las grietas de esta bajada ya nos eran conocidas, pero cada año se agrandan. Cuando bajé por aquí con Francisco, caí una cantidad innumerable de veces a las zanjas. Inevitablemente, él tenía que volver y ayudarme a sacar la moto. Más adelante nos encontramos con un árbol caído, cortando el camino, y con fuerza de dos machotes, logramos girarlo lo suficiente como para pasar.
Pero ésta vez sí que eso no sería posible. Tendríamos que buscar otra forma de pasar. Devolverse, jamás!
Por la ladera del cerro había un camino libre de matorrales, por lo menos, aunque la pendiente y la tierra suelta no daban confianza alguna. Dejamos resbalar lateralmente las motos cuesta abajo unos metros. Primero Rodrigo, y luego yo.
Más adelante: más grietas, dudas, titubeos.
Una vez abajo, observamos el cerro que nos dio mieditos y nos hizo sudar.
Y de ahí, a Laguna Verde, y luego a la playa Las Docas.
La bajada a la playa es por un camino angosto, apto sólo para personas... y motos!
Me vieron la cara de miedo? Es que ustedes no saben lo que yo veía desde ahí. A 30 cm, una caída vertical al fondo de la quebrada.
Ah, la playa!
(click).
Con la rueda trasera patinando, navegué como barcaza hacia un punto relativamente apartado de la gente, algún lugar para descansar. Ojalá pueda volver a salir!
Siesta. Por favor: necesito una siesta.
"Oye... mira..." me dice Rodrigo. Miro: chicas!
Resultaron ser estudiantes canadienses. Québécoise!
Unos días después del paseo, en el foro, Francisco nos preguntó si habíamos subido por la ladera sur de la playa, subida que ya habían hecho con Rodrigo hace unos meses, subida que requiere el uso de tirantes para subir las motos arrastrando ladera arriba un tramo.
Mi respuesta:
Así que no subimos las motos por la ladera.
Yo me di unas vueltas por la playa, mientras Rodrigo sacaba fotos de las chicas con el zoom de la cámara al máximo.
Descansamos; me volví a colocar los calcetines y la polera, empapados por el sudor.
Era hora de seguir nuestro camino. A dónde? Pues al faro del Morro de Quintay.
Está abandonado, pero por lo menos tiene una reja que lo rodea.
Hacia el norte: Quintay.
(click)
Ah, y las flores de Cardo. No es la primera vez que fotografío cardos en el Morro de Quintay...
De hecho, me permiten un racconto?
Era el 25 de Diciembre del 2005. La cámara no llevaba ni doscientas fotografías. Entiendan, entonces, que estamos hablando de la prehistoria de El Cantar de la Lluvia. Esto de los paseos todavía era algo difuso, algo que se hacía porque si, sin éxitos pasados ni planes futuros que moldearan el camino. Yo, con las rodilleras sobre shorts, la chaqueta de cuero pre-choque, y la XR125L.
Rodrigo, en la NC30, su VFR400R.
Y qué hacía este par de giles el día de navidad? Pues perderse en el bosque, por supuesto.
Llegamos eventualmente al Morro, y al faro. Recuerdo haber llamado a mis padres desde allá arriba.
Y los cardos, los cardos!
Las pocas manchas de color en un día gris.
Ay, señor... esta foto me causa infinita, inmedible, inimaginable gracia. Me imagino que lo que siento al ver esta foto es lo mismo que sentiría alguno al encontrarse con una foto vieja de un amigo de la infancia, en época pre-púber, decorado con lápiz labial y cartera al hombro, insistiendo en que todos jugaran "a la casita", sabiendo que años más tarde salió del clóset como maricón hecho y derecho.
He aquí un endurero atrapado en el cuerpo de un motociclista de velocidad:
Pura potencia, cero torque, sentenció Rodrigo, al no poder subir la pendiente.
Y esa noche, felices de haber explorado, nos devolvimos a Santiago.
Y vuelta al presente, al seis de Enero del 2008, tres años después:
Los cardos del Morro de Quintay.
Rodrigo se alejó un poco, subiendo y bajando por laderas, cuestas, saltos, desniveles. Dejen que se exprese, estuvo mucho tiempo reprimido. :-)
Como una minúscula montaña marítima, un cono blanco de guano le brinda majestuosidad de cordillera a una humilde roca costera.
El sol estaba por ponerse.
Finalmente alcancé a Rodrigo. Decidió explorar la quebrada. Lo seguí un tramo, pero decidí esperar. Estaba cansado, sudado y comenzaba a sentir frío.
Es raro como Rodrigo y yo sacamos la misma foto, en momentos distintos, desde ángulos distintos, sin saber el uno de la fotografía del otro.
Habrá sido esto un descanso de caballos, agua y sombra?
Ahora no había caballos, pero sí mi moto.
Se hacía tarde. Yo no quería volver con demasiado frío.
Así que vuelta a Santiago por la cuesta Balmaceda, la misma donde Francisco chocó de frente a un auto. Peligrosa esa cuesta.
Al llegar, me metí a la ducha durante media hora. El sudor tenía ahora explicación: me había resfriado, y no descarto haber tenido un poco de fiebre durante el día.
Ese resfrío me dejaría de baja algunos días, tiempo valioso de mi estadía en Chile. Felizmente, supe aprovecharlo de manera alternativa... al día siguiente, incluso. En el próximo artículo verán a lo que me refiero!
El modelo de hombre prudente me acompañó ese domingo hacia la costa, a recorrer los bosques y cerros de Laguna Verde. Su antítesis, el que les escribe, recobró conciencia y personalidad jurídica en algún punto pasado el segundo túnel. Esta fue nuestra ruta general, y el archivo KMZ para Google Earth puede bajarse aquí.
De hecho, El Prudente me estaba esperando en las empanadas El Paso. Pero antes, un saludo a los viñedos de Chile. Si hay algo que me ha enseñado mi tiempo en USA, es que el chileno no conoce las profundidades abismales en las que puede caer la calidad de un vino malo, un vino de carrete, un vino de "hola traje esta bolsa pa' la fiesta". Beber vinagre luego de haberse cepillado los dientes les dará una idea de lo que hablo, a pesar de que la efectividad de este ejercicio es similar al de enseñar responsabilidad sexual con títeres-calcetín. (click).
Primer destino: Tranque la Luz. Primera pregunta de autoreflexión y evaluación grupal: por dónde chucha era el camino?
Árboles talados, grandes áreas polvorientas y con ramas y otros tristes restos de la tala en el suelo. Habíamos entrado por una futura urbanización, y esta parte del bosque ya no existía.
Recuerdo los años que vivimos en Reñaca, en la última casa de Av Las Golondrinas. Después de nuestra casa, la calle Luisa Nieto de Hamel (nombrada en honor de algún pariente de algún descendiente de Gastón Hamel de Souza, algo así como el fundador de Reñaca), y más allá de la calle, pequeñas dunas cubiertas de arbustos y docas. Lejos, mucho más allá, comenzaban las casas altas de Con Con, pero fuera del alcance visual. Detrás de nuestra casa en Av. Las Golondrinas no había nada sino el mismo terreno virgen, inocente. Nos ofrecía lagartijas, culebras inofensivas, un lugar para ir a explorar. Allá atrás fue donde –por error, compréndanme– le tiré un terrón de arena en el ojo a Cristóbal, mi amigo de la infancia; allá fue donde nació la lección sobre las docas y su habilidad para manchar las rodillas de los jeans; por allá lejos se escapaba nuestro perro escapista, fiel a sus raíces de perro callejero, brincando y saltando sobre los pastos, sobre la arena, investigando madrigueras de conejos, su cola blanca de plumero medieval la única forma y la única esperanza de encontrarlo otra vez. Por allá también lanzábamos pequeños planeadores con mi papá. Incluso un planeador de madera de balsa, el que nos costó horas de lija y paciencia, roto en el primer aterrizaje, haciéndome lanzar puteadas a diestra y a siniestra, pese a no ser culpa de nadie. (Aquel planeador sería reparado, puesto a secar, y posteriormente destrozado por nuestro otro perro, maníaco depresivo y asiduo a morderme).
Un día me encontré con una estaca en el suelo, cerca de un arbusto. La estaca había sido cortada toscamente, tenía sección cuadrada y en su extremo superior había sido pintada con pintura anaranjada. Interesante. Un poco más allá, otra estaca. Y más allá, otra. El significado de las estacas cayó de golpe al darme cuenta que formaban una grilla, una enorme grilla que trazaba y seccionaba mi gran patio trasero. Me enfurecí: urbanización, las pelotas. Tomé la estaca: era cosa de sacarla con los dedos de la arena. La tomé, y la lancé lejos, lo más lejos que pudiera. Y luego otra estaca, y otra, y otra. Malditos.
Los meses avanzaron, y vinieron los bulldozer, y trazaron uno que otro camino de penetración. Los arbustos y las docas yacían en montones arenosos por aquí y por allá, y la arena virgen, marrón claro, lucía los trazados de sus orugas. Aparecieron grandes secciones de tubos de cemento: HASBUN o GRAU habrán dicho, nombres de las empresas que fabricaron la mayoría de los elementos de hormigón de las urbanizaciones del sector. Se cavaron hoyos, se hicieron empalmes. Un día caí de hocico a uno de estos hoyos, quedando con la columna torcida de manera cóncava, sin aire en los pulmones, la cara llena de arena. Pero me levanté. Los que me acompañaban me ofrecieron poca simpatía, recuerdo. O quizás el recuerdo es falso, influenciado por mi impresión general de que la mayoría de los chicos del barrio eran zurullos humanos, hijos de nuevos ricos Reñaquinos, astillas del mismo palo cagado que flotaba por el cauce de la Transición chilena hacia la pseudodemocracia.
Y luego, las excavadoras. Recuerdo una montaña gigante de arena, arena pura, armada con un fin misterioso por los bulldozer y las excavadoras. Era alta, muy alta, y sus laderas tenían ese ángulo máximo que soporta una pila de arena, ese ángulo que tienen las mejores dunas en una de sus caras. Pero la montaña no duró; la tierra nuestra se convirtió en un enjambre de máquinas de construcción, hubo polvo, mucho polvo; no se escuchaba sino el sonido de los motores diesel y el pitido rítmico de su anuncio de marcha reversa.
Más tarde comenzaría el desquiciante sonido de las mezcladoras de cemento portátiles, ese gruñir que no acaba nunca; martilleos, galletas cortando fierros en una lluvia de chispas anaranjadas.
Mi patio trasero, nuestro patio trasero había sido sacrificado. Se levantaba una que otra casa por aquí y por allá. Ahora era posible andar en bicicleta por el sector, calles de cemento blanco sin finalidad ni sentido. Tiempo después, recuerdo un paseo corto por aquellas calles. Yo iba en el asiento trasero. Adelante, manejando, Cristóbal. Su padre, un hombre ordenado, de lentes, medio calvo, de origen alemán y con el hábito de terminar frase por medio con un "Ah?", le explicaba el truco de subir las revoluciones del motor antes de pasar el cambio. Cristóbal hacía lo que podía, apenas de estatura suficiente para ver por sobre el volante. Y yo miraba las nuevas calles, sitio tras sitio vacío, algunas casas en construcción, algunas terminadas. Así que esto era el nuevo mundo. Nuestra casa ya no era la Nueva Extremadura; ésto lo era.
Eso fue lo que se me vino a la mente cuando vi lo que estaba haciendo la inmobiliaria Curauma en Laguna Verde. Me pregunté cuánto más duraría la zona.
Pronto terminó el terreno de pesadilla, y encontramos el camino de los eucaliptus altos que lleva al Tranque.
Propiedad privada? Esto no estaba antes.
Al parecer hubo un incendio en la otra orilla.
Nuestra primera parada fueron las torres. Su finalidad ya la expliqué en otro artículo, transmitiendo las enseñanzas de Francisco.
He vuelto varias veces a este punto. Cada vez que vuelvo pienso en cómo está conectado todo por este enorme proyecto de comienzos del siglo pasado. Y cómo irá quedando en nada, por la indiferencia de las autoridades.
Restaurado, sería digno de mostrar, invitar a la gente a conocer de su zona. Enseñarles lo que fue este proyecto– no, no fue sólo proyecto, porque funcionó hasta 1998: esta obra– mostrar al mundo lo que Placilla y Laguna Verde tienen guardado como un secreto especial.
Pero ya no será posible. Por qué? Porque el informar acerca de las torres y su finalidad lleva a preguntas sobre el túnel hacia la caseta de válvulas y la poza de sedimentación; el informar acerca de la poza y la caseta llevan a preguntas sobre la central hidroeléctrica El Sauce, en el fondo de la quebrada, la raison d'être de todo este sistema. Preguntas incómodas, preguntas que no querrán nunca que se pregunten. Por qué? Porque la central hidroeléctrica El Sauce es, ahora, la vergüenza que cuelga al cuello de todos aquellos que pudieron impedir su violación y saqueo.
No: Nada de esto será restaurado. "Yo no fui" dijo el funcionario público, manos en el aire, hombros encogidos, palmas al frente: el baile del mediocre. "Yo no sabía, nada se pudo hacer" dijo el terrateniente. Vamos, que si todos lo bailan nadie se da cuenta.
No: No pueden haber preguntas. La desaparición y el olvido de este proyecto, un lucero de iniciativa y modernidad de comienzos de siglo, tendrá muchos cómplices.
Rodeamos el Tranque, pasando por sobre el pretil.
(click)
Dejamos atrás el Tranque, y comenzamos a recorrer.
Ah, sí. Esta subida. Tiempo atrás, me vio las pelotas.
Ahora, con más experiencia a cuestas, es lo que le dijo la yegua al burro, sonrojada: "Es otra coooosa po..."
Y después, hacia la tumba de Gregorio.
Y ésta es:
Siempre nos había dado curiosidad la presencia de numerosas botellas plásticas de agua en las cercanías de la tumba. Ofrendas? Gregorio murió de sed?
Francisco nos aclara:
Eso de las botellas con agua, no tiene nada que ver con la animita. Tiempo atrás me metí en el auto con mis viejos por esos sectores y quedamos encerrados en la entrada del fundo, que para nosotros la salida. Amablemente el dueño del fundo nos dejo salir por ahí, le pregunte por las botellas de agua y me dijo que esas las dejaba el cuidador del fundo por si se producía algún incendio, para intentar apagarlo en su fase inicial. Al sector de la animita le llaman “los perritos”
Y aquí estaban los perritos:
Y la virgen.
Glup.
Descansamos aquí un rato. Sudaba y sudaba; estaba empapado. Rodrigo, ni tanto. Consecuencias del libertinaje y la vida nocturna, quizás.
La idea era llegar eventualmente al morro de Quintay. El problema era que tomamos camino tras camino equivocado.
Esta reja nos resultó familiar, pero resultó ser el camino errado.
Pero eso no lo sabíamos! Una llamada a Francisco, y nos encaminamos más o menos hacia la loma correcta.
Algunos caminos nos eran nuevos, algunos nos eran conocidos.
Y algunos, casi no parecían caminos.
Ya volviendo, habiendo decidido que nos hacía falta un machete para seguir adelante, me fui a la zanja.
Aquí, orgulloso de mi hazaña.
Paré el motor, puse primera, y levanté la rueda delantera, como si se tratara de una bicicleta. Con la experiencia, te vas dando cuenta que hay cosas que sí se pueden hacer con una moto de 110 kg, aunque no parezcan factibles a simple vista.
Finalmente encontramos el camino.
Esa foto se la tomé a Rodrigo en el mismo lugar en el que tomé esta foto de Francisco, hace un tiempo ya:
Y seguimos adelante.
(click).
Las grietas de esta bajada ya nos eran conocidas, pero cada año se agrandan. Cuando bajé por aquí con Francisco, caí una cantidad innumerable de veces a las zanjas. Inevitablemente, él tenía que volver y ayudarme a sacar la moto. Más adelante nos encontramos con un árbol caído, cortando el camino, y con fuerza de dos machotes, logramos girarlo lo suficiente como para pasar.
Pero ésta vez sí que eso no sería posible. Tendríamos que buscar otra forma de pasar. Devolverse, jamás!
Por la ladera del cerro había un camino libre de matorrales, por lo menos, aunque la pendiente y la tierra suelta no daban confianza alguna. Dejamos resbalar lateralmente las motos cuesta abajo unos metros. Primero Rodrigo, y luego yo.
Más adelante: más grietas, dudas, titubeos.
Una vez abajo, observamos el cerro que nos dio mieditos y nos hizo sudar.
Y de ahí, a Laguna Verde, y luego a la playa Las Docas.
La bajada a la playa es por un camino angosto, apto sólo para personas... y motos!
Me vieron la cara de miedo? Es que ustedes no saben lo que yo veía desde ahí. A 30 cm, una caída vertical al fondo de la quebrada.
Ah, la playa!
(click).
Con la rueda trasera patinando, navegué como barcaza hacia un punto relativamente apartado de la gente, algún lugar para descansar. Ojalá pueda volver a salir!
Siesta. Por favor: necesito una siesta.
"Oye... mira..." me dice Rodrigo. Miro: chicas!
Resultaron ser estudiantes canadienses. Québécoise!
Unos días después del paseo, en el foro, Francisco nos preguntó si habíamos subido por la ladera sur de la playa, subida que ya habían hecho con Rodrigo hace unos meses, subida que requiere el uso de tirantes para subir las motos arrastrando ladera arriba un tramo.
Mi respuesta:
quote:
Originalmente posteado por: Ben Kenobi
A Paul le dio miedito ir, incluso llevé los tirantes amarrados a la moto para poder subir la trepada, pero no hubo caso, se negó tajantemente, a través de sus ya conocidas negativas diplomáticas. En vez de eso, optó por engrupisrse a unas minas francesas que estaban acampando en la playa.
A ver...
- Minas francesas a quienes les he sacado por lo menos 7 vueltas al sol, totalmente papo, en bikini, hablando el idioma que derrite y endurece al mismo tiempo, el mismo por el cual me di dos años de puro ñeque para aprenderlo justamente para este tipo de situaciones, versus...
- zubamoz laz motoz por la ladera... oj oj oj.
Sin comentarios.
d.
Así que no subimos las motos por la ladera.
Yo me di unas vueltas por la playa, mientras Rodrigo sacaba fotos de las chicas con el zoom de la cámara al máximo.
Descansamos; me volví a colocar los calcetines y la polera, empapados por el sudor.
Era hora de seguir nuestro camino. A dónde? Pues al faro del Morro de Quintay.
Está abandonado, pero por lo menos tiene una reja que lo rodea.
Hacia el norte: Quintay.
(click)
Ah, y las flores de Cardo. No es la primera vez que fotografío cardos en el Morro de Quintay...
De hecho, me permiten un racconto?
Era el 25 de Diciembre del 2005. La cámara no llevaba ni doscientas fotografías. Entiendan, entonces, que estamos hablando de la prehistoria de El Cantar de la Lluvia. Esto de los paseos todavía era algo difuso, algo que se hacía porque si, sin éxitos pasados ni planes futuros que moldearan el camino. Yo, con las rodilleras sobre shorts, la chaqueta de cuero pre-choque, y la XR125L.
Rodrigo, en la NC30, su VFR400R.
Y qué hacía este par de giles el día de navidad? Pues perderse en el bosque, por supuesto.
Llegamos eventualmente al Morro, y al faro. Recuerdo haber llamado a mis padres desde allá arriba.
Y los cardos, los cardos!
Las pocas manchas de color en un día gris.
Ay, señor... esta foto me causa infinita, inmedible, inimaginable gracia. Me imagino que lo que siento al ver esta foto es lo mismo que sentiría alguno al encontrarse con una foto vieja de un amigo de la infancia, en época pre-púber, decorado con lápiz labial y cartera al hombro, insistiendo en que todos jugaran "a la casita", sabiendo que años más tarde salió del clóset como maricón hecho y derecho.
He aquí un endurero atrapado en el cuerpo de un motociclista de velocidad:
Pura potencia, cero torque, sentenció Rodrigo, al no poder subir la pendiente.
Y esa noche, felices de haber explorado, nos devolvimos a Santiago.
Y vuelta al presente, al seis de Enero del 2008, tres años después:
Los cardos del Morro de Quintay.
Rodrigo se alejó un poco, subiendo y bajando por laderas, cuestas, saltos, desniveles. Dejen que se exprese, estuvo mucho tiempo reprimido. :-)
Como una minúscula montaña marítima, un cono blanco de guano le brinda majestuosidad de cordillera a una humilde roca costera.
El sol estaba por ponerse.
Finalmente alcancé a Rodrigo. Decidió explorar la quebrada. Lo seguí un tramo, pero decidí esperar. Estaba cansado, sudado y comenzaba a sentir frío.
Es raro como Rodrigo y yo sacamos la misma foto, en momentos distintos, desde ángulos distintos, sin saber el uno de la fotografía del otro.
Habrá sido esto un descanso de caballos, agua y sombra?
Ahora no había caballos, pero sí mi moto.
Se hacía tarde. Yo no quería volver con demasiado frío.
Así que vuelta a Santiago por la cuesta Balmaceda, la misma donde Francisco chocó de frente a un auto. Peligrosa esa cuesta.
Al llegar, me metí a la ducha durante media hora. El sudor tenía ahora explicación: me había resfriado, y no descarto haber tenido un poco de fiebre durante el día.
Ese resfrío me dejaría de baja algunos días, tiempo valioso de mi estadía en Chile. Felizmente, supe aprovecharlo de manera alternativa... al día siguiente, incluso. En el próximo artículo verán a lo que me refiero!
10 Comments:
Paul Me encanto este Post..con un poco de nostalgia y algo de opinión...Muy buenas fotos :-)
que lindo! estaba buscando información de la playa las docas y me encontré con tu blog
Que lindo lugar para vivir comprare terreno en laguna Verde
Excelente, unos años más (con independencia económica) definitivamente les copiaré la idea!!
Un bello relato mirado de otro punto de vista... Yo vivo aca (Laguna Verde) hace muchos años y jamas habia apreciado tanto mi lugar...
Saludos e insisto un bello relato.
k maravilosas fotos!!!
el proximo verano espero espero recorrer esos lugares
Qué buenas fotos, a igual que un post anterior buscando fotos de la playa las Docas, me llevé la grata sorpresa de encontrar tu blog, muy buen asiste de relato y naturaleza, espero cuando mejoré el tiempo y a conocer esa playa y que me tiene intrigado.
Interesante relato AV de viaje y aventura. Quiero conocer Las Docas
Me encantó la descripción que has hecho. se agradece. El faro que visitaste se llama FARO CURAUMILLA. Me detengo un poco en tu relato de como tu patio trasero bello se convirtió en cemento, lamentablemente estos bosques ya están siendo arrasados para dar nacimiento a casas y más casas.
excelente relato... no se si aun utilizas esto pero felicitaciones me sirvió mucho!
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