Tuesday, June 02, 2009

Las Lagunas del Santuario 3: Montañas y Sorojchi

Este artículo viene ridículamente atrasado. Corresponde al último viaje que hice en enero de este año, y lo he tenido en pausa durante un semestre entero. Ya estoy en Chile otra vez, y recién ahora lo vengo a publicar.

Éste fue el primer paseo en el que me di cuenta que las panorámicas eran la mejor manera de mostrar el entorno, mucho más allá de las posibilidades que ofrece una sola foto. Así que le di rienda suelta a las panorámicas. Diría que hay unas cuarenta. Espero que el gentil lector no se sature. Recuerda: todas las panorámicas son links a fotos de mayor resolución.

Al grano, entonces. Era la última semana de mi estadía y también la última oportunidad que tendría de salir a pasear. Quedaban algunos paseos pendientes que no había podido realizar, pero éste era el más importante: volver, en verano, a las Lagunas del Santuario. Rodrigo ya se había devuelto a Panamá, donde estaba trabajando y según recuerdo Chico no quiso salir porque al día siguiente iba a participar en alguna carrera. Hice algunas otras llamadas, y me quedó claro que la situación era preocupante: hasta el momento, no tenía quién me acompañara. Ir solo a las Lagunas del Santuario, ni loco.

Por los foros me puse en contacto con Felipe y Nico, quienes se animaron a ir.

Del comienzo al primer descanso, no hubo ninguna novedad. Ahí Felipe partió a buscar un geocache dejado por Run, hace año y medio, en mi primera ida a las Lagunas del Santuario. Ahí estaba la lata de almendras, con su bitácora y su regalito.



Era hora de ponerse crema solar.



Seguimos adelante, y si bien el paisaje no estaba tan floreado como en la ocasión anterior, sí había manchones de color por aquí y por allá.



Uno de los tramos más fáciles del camino de subida.



A veces la huella era buena, fácil. A veces no.



Y él? Qué hacía allá arriba? Por primera vez nos encontrábamos con alguien en la casa de la quebrada.



No hay nada más acá arriba. La casita, unos animales, y sería todo.



Ahí Felipe y Nico conversaron con su dueño. Les contó que se quedaban en esa casa para llevar a los animales a las veranadas. El tramo de Santiago a ese punto les tomaba 5 horas, y en el invierno, era necesario salir por el camino que va hacia la mina.

Hoy estaba abriendo un cauce para que corriera agua de las vertientes que brotaban un poco más arriba en el cerro. Con esa agua regaría más abajo, para que creciera más pasto.



Luego del largo y sinuoso camino, llegamos a lo alto y plano.



Nico y Felipe andaban a paso seguro y constante, a pesar de su poca experiencia en tierra.




A lo lejos, el Cerro Manquehue y el resto de Santiago, bajo su capa gris de smog.



Adelante, adelante. Ésta era solamente una fracción del camino que nos esperaba.



Pero eventualmente uno llega a las lomas de los cerros, y el andar es más rápido, más fácil.



Con cuidado de no asustar a las vacas, seguimos cuesta arriba.



De ahí, al túnel. Esta vez no se me apagó el motor con el agua fría. Y fue un alivio poder salir del sol y el calor.



Del otro lado del túnel subimos a las antenas.



Hay una huella angosta que lleva a no sé dónde. Mientras Nico y Felipe siguieron por el camino principal, yo me aventuré a explorarla.



Era más pronunciada de lo que parecía, y la tierra estaba seca y suelta.



La huella se hizo angosta, y no quise aventurarme más allá, particularmente por estar solo y con tanto peso en la moto. Los otros dos ya habían seguido por el camino principal, y los había perdido de vista.



Me devolví.



Llaretas (azorella compacta) vivas y muertas. Sabían que crecen aproximadamente un milímetro por año?



Una parada para descansar, mirar la vista. Los cerros comenzaban a mostrar sus verdaderos colores.



Aquí y allá aparecían vertientes, zonas verdes donde algunos caballos pastoreaban.



Pequeños oasis de verde en un paisaje seco, seco.



Una parada para descansar.



Hace cuánto tiempo habrán estado estos huesos aquí?



Y seguimos por el camino.



Una de las alternativas de ruta estaba cortada por la nieve. Me pregunto cuándo se librará. Marzo? Abril?



Y por fin llegamos a la primera laguna, la Laguna Collara o Acollarada, según distintas fuentes. Ahí Felipe dejó otro geocache.



Mi almuerzo, inflado como globo por la altitud.



Algún día iremos a navegar esa laguna con Rodrigo. Algún día!






Calor, calor.



Sabías que las flores de las llaretas son hermafroditas?



Daban ganas de quedarse remojando en el agua. Se imaginan qué lujo?



Una de las últimas vistas hacia el Valle Central.



Y un largo camino por recorrer todavía.



Seguimos adelante. Lo mejor estaba todavía por venir.



Sonríe!



La falta de potencia por altitud era ya notoria.



Otra laguna más.



Nos falta uno? Habrá parado? Me pasó ya, o se quedó atrás?



Ah, ahí está.



Por fin, a lo que vinimos. Las vistas espectaculares.



Paparazeando.



Pero cómo no hacerlo? Quién no lo haría en este lugar?



De ahí faltaba poco para llegar a la torre pequeña. Por si no la recuerdan, aquí está el año pasado, cuando fui con Rodrigo y Daniel.



La torre está al final de una subida sinuosa de piedra suelta. Yo subí sin dificultad, pero Nico y Felipe se quedaron atrás.



Subí hasta la grilla, pero no la pude levantar. Tampoco hice gran esfuerzo. Me esperaban abajo.



Se imaginan estar allá arriba?



Ésta se merece una toma un poco más ancha.



Por el otro lado, los caminos que eventualmente llevan a la mina de La Disputada.



Me acerqué al borde para ver si los veía.



No estaban por ninguna parte, así que tuve que bajar.



Los encontré mirando los planeadores. Sí, planeadores.



Iban y venían, iban y venían. A veces a mayor altitud que nosotros, a veces a menor altitud, por el valle.



Allá lejos, una laguna misteriosa. Ni idea si es posible llegar a ella.



El año pasado vi un sólo planeador. Esta vez, habían cinco. Volaban por arriba y por debajo de nuestra posición sin más que un ruido de viento y, a veces, los tonos del indicador de velocidad vertical y la estática de sus radios, apenas audibles al aguantar la respiración.



A veces nos miraban al pasar. Éste piloto usaba un gorro de tela, y no puedo evitar imaginarme la camiseta Lacoste y el reloj caro. :P



Unos llegan por el aire, unos llegan por la tierra. Pero de alguna manera u otra, llegamos todos a la Cordillera.



Era hora de seguir adelante. Nico y Felipe estaban demasiado cansados como para seguir, así que se devolvieron. Seguí solo.

Si es que no lo saben ya, recuerdan cómo se llaman estas formaciones de nieve? Les conté en el artículo pasado.



Se merece una toma más ancha.



Aunque estar solo en la Cordillera no es buena idea, no se pueden imaginar lo que comencé a sentir unos minutos después de despedirme de ellos. Estás en la cima del mundo, todo brilla con colores intensos, y lo tienes todo para ti. Vas montado sobre unos cien kilos de metal y gasolina y goma y aceite, y su esquelética forma logra impulsarte sin esfuerzo a donde quieras llegar. Unos vuelan por el aire, puros e intocados, otros vuelan a ras de suelo, envolviéndose de polvo y comulgando con la Pacha Mama.



Es como para quedarse el día entero mirando, absorbiendo colores.



A lo lejos, las torres de alta tensión.



Y para allá iba, hacia la Laguna Los Ángeles, el destino final.



El camino empalma con la ruta que lleva al Paso Los Libertadores.



Ya en la parte más alta del valle, tenía una vista más clara y cercana.



De ahí a la primera laguna no habrán pasado más de cinco minutos. La nieve ya se había retirado del camino, a diferencia del año pasado, cuando nos vimos obligados a cruzar por un campo de rocas de todos los tamaños. Pero hoy no sería así.



Las nubes pasaban, silenciosas, arrastrando sus mantos de sombras por el valle.



Podría haberme quedado horas aquí mismo, en este mismo punto, quizás remojando los pies, escuchando la brisa, el silencio. Pero siempre había que seguir adelante. No podía darme el lujo de arriesgar el anochecer aquí arriba, en caso de un pinchazo. Andaba solo; todavía albergaba la esperanza de alcanzar a Nico y a Felipe, dada la diferencia de nuestros ritmos de andar.



Se imaginan lo que es estar ahí?



Y otra cosa había comenzado a recordarme que mi tiempo aquí era limitado: un incipiente dolor de cabeza.



Pequeñas maravillas de la cordillera.



Y una vista poco más ancha.



Da la impresión de estar en el norte, bien al norte, pero no: estamos a unos kilómetros de Santiago.



En la Laguna Los Ángeles me encontré con dos motos estacionadas. Bajé a la orilla, y ahí estaban sus dueños, pescando. Conversamos un rato. A eso habían venido: a pescar. Qué cosa más insólita. Nos despedimos, y comencé a equiparme otra vez: era hora de dar la vuelta y bajar. Paré un poco más allá para rellenar mis botellas de agua con nieve. Me pregunté si el dolor de cabeza habrá sido por deshidratación. Tomé aguanieve, comí maní. Nunca la nieve sola.



Más fotos. No quería irme.



Cómo querer irse de un lugar así?



Las paredes del valle reflejaban el sol, todo era increíblemente brillante. Me dolían los ojos, pero no puedo tomar fotos con la cámara grande y usar lentes a la vez. Con la cámara chica sí puedo, si ladeo la cabeza para poder ver algo en el visor LCD, alineando la polarización de mis lentes con la de la pantalla.



La cabeza me había estado doliendo, pero hasta ese momento lo había podido ignorar. Subiendo por segunda vez hasta el punto más alto del recorrido, sentí claramente, en los pocos minutos que me tomó ascender desde el valle hasta la loma, cómo mi corazón comenzaba a latir con determinación y fuerza. Sentía cada bombeo como un golpe en el pecho, lo escuchaba en los oídos, la cabeza me retumbaba al son. Esto no iba bien.



Me quedó claro que tenía que bajar pronto, porque este tipo de cosas no desaparecen solas. Las fotos, de ahí en adelante, fueron apresuradas, el tiempo mínimo para detenerse, sacar la cámara chica y tomar un par de fotos a ciegas.



En retrospectiva, no sé por qué no me detuve a tomar un par de aspirinas. Llevaba el botiquín completo amarrado al tapabarro delantero, y además siempre llevo algunas en el banano de la cámara chica, en el manubrio. Pero en esas situaciones ya no piensas al 100%, otras tonteras te dominan el pensar.



Una sola vez me he sentido así, aunque sin tanto bombeo de corazón. Fue en un viaje a Pucón, para una conferencia de Óptica Cuántica. Me tiré a hacer más de 40 km en bicicleta, la mitad en camino de tierra, dándole fuerte con un estado físico de cero entrenamiento. Terminé sentado en la cama de mi habitación, sin poder reclinarme sin causar dolor de pecho y acentuar el dolor que me producía respirar. Lo más raro: al día siguiente me sentía como si nada hubiera pasado. Misterios del cosmos.



De haber tenido el tiempo para sentarme a la sombra de la moto, habría visto como avanzaban las nubes. Pero no había tiempo.



El comienzo de la larga bajada.



Me habría gustado dedicarle más tiempo a este sastrugi. Acostarme al lado de él buscar quizás una macro, alguna toma de dos planos, pero no podía. Tenía que bajar.



A veces dan ganas de tener una moto de más motor, estar sin tanto peso, y lanzarse por las lomas y laderas vírgenes de los cerros.



Ya al otro lado de la loma, tomé por error el camino errado. Con el GPS registrando la huella y todo, había logrado meterme por otra parte, y no me di cuenta sino mucho después, estando en el fondo del valle.



Tuve que subir otra vez. El paseo ya estaba muy decididamente en etapa de retorno, y no quería permanecer más tiempo a esa altitud. Por más que descansara, que me quedara inmóvil, que tomara agua, que respirara profundamente, nada quitaba el bombo que llevaba en el pecho, el zumbido en mis oídos y el dolor de cabeza. Ya me dolía al respirar. Esto no iba bien.



Las siemprepresentes nubes veraniegas sobre la cordillera. La maravilla de esta ruta es que no se adentra tanto, sino que sigue un rumbo más nortino. En consecuencia, las nubes de la tarde no tapan el sol.



Camino errado tras camino errado. Ya no estaba pensando de manera clara. Tenía la ruta ahí mismo en el GPS, pero todas las rayas rosadas se entrecruzaban, no había forma de distinguir la ruta correcta de los intentos errados. Dejé de prestarle atención.



Las dos veces anteriores que he hecho este recorrido, he terminado absolutamente molido para cuando toca comenzar a bajar la interminable huella de vuelta a Santiago. Las dos veces he tenido caídas por cansancio. Esta vez no fue una excepción.



Por suerte caí sobre roca molida, sobre el muslo derecho, y no sobre el glúteo, donde tenía un par de puntos hechos recientemente. Eso es suerte.

Parar la moto fue lo más difícil de todo el paseo. La cabeza me nadaba y el corazón parecía querer escaparse por mi boca. Temía desmayarme. Cada respiro me dolía en el pecho.

Seguí cuesta abajo, un tambor sobre dos ruedas, pum pum pum pum pum. No daba tregua.

Justo por ahí cerca de la pasada hacia Shangri-La me encontré con otras dos motos. Paramos a conversar un rato. No recuerdo mucho de lo que hablamos. Creo que uno ubicaba de nombre El Cantar de la Lluvia. Tomé lo que quedaba del agua, nos despedimos. No lo sabía en ese momento, pero tenía fiebre. Mencioné que, en mi apuro por concretar el último paseo del viaje, había salido al cerro con las últimas patadas de un resfrío?

Tenía la difusa esperanza de encontrarme con Nico y Felipe antes de llegar a la entrada del parque, pero no los encontré.

En la caseta del guardaparque no cambié mis guantes por los de cuero, no volví a subir la presión de los neumáticos antes de pasar a la calle. Quería llegar a casa. No me daba ni el ánimo ni la energía.

Cuando finalmente llegué a casa, no podía oír bien. Tenía el mar en los oídos, y al ladear mi cabeza, el sonido del mar cambiaba, cambiaba. Subí a mi cuarto y me tiré a la cama. Hacían 30ºC según el termómetro en mi estante de libros, y con el efecto sauna, fui recobrando la normalidad, eventualmente pudiendo arrastrarme hacia la ducha.

Fue el paseo más duro de todos los que he hecho, pero estaba feliz de haber logrado obtener las fotos que buscaba antes de partir de vuelta a los yunai.

Las weás que uno hace por comulgar con la Pacha Mama, no?

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