Metro
El primer vagón del tren del Metro de Santiago contiene dos secciones. Éstas son: delantera y trasera. La delantera corresponde al primer cuarto de vagón y la trasera, a los tres cuartos restantes. El resto de los vagones no son interesantes y sus cualidades son análogas a las de la sección posterior del primer vagón. El criterio por el cual se definen éstas secciones es meramente funcional: para un observador novato, ambos forman parte de un mismo vagón, sin demarcaciones ni características geométricas que las distingan. Su diferencia radica en sus cualidades, ya que ambos tienen características positivas y negativas.
La sección delantera beneficia al pasajero en las horas de mayor congestión humana con una densidad menor de cuerpos. El pasajero astuto sabrá colocarse en el punto preciso del andén para quedar frente a la primera puerta del tren. Tendrá así una menor probabilidad de viajar de manera extremadamente incómoda (hasta se podría decir íntima), o incluso de quedar parado sobre el andén, viendo cómo los afortunados desaparecen por la negra boca del túnel.
Por otra parte, aunque en la primera sección se viaja marginalmente más cómodamente, la ventilación es notoriamente insuficiente. Las ventanas admiten un flujo de aire, pero éste se desplaza rápidamente hacia la sección posterior, dejando el aire propio de la primera sección completamente estancado.
Es en en medio de este aire estancado que encontramos a once pasajeros silenciosos y dos en conversación. Al costado derecho de la puerta, bajo el freno de emergencia, se encuentra Enrique G. Enrique es bajo, de unos trentaytantos. Su cara es levemente angular, pero amigable; de hecho no sorprendería haberlo visto como leyenda menor de la Nueva Ola hace todos esos años. Algo habrá intuido sobre su plausible vida pretérita y alterna, ya que viste una camisa color marrón de anchas mangas, y las patillas descienden más allá de lo que honradamente se podría llamar una longitud casual.
Renato M. (a dos cuerpos de distancia, aproximadamente sobre el eje central del vagón y frente a la puerta) lo ha visto hace unos minutos. Le ha llamado la atención su apariencia. Éste se vuelve uno de esos momentos temidos en los que Renato desciende en un remolino de dudas acerca de su sexualidad. No ocurre seguido, e intenta acostarse con una mujer distinta por lo menos dos veces al mes para calmar sus dudas existenciales. Pero muy de vez en cuando, en un momento de ocio, nota a otro hombre, de apariencia interesante, y luego se pregunta si no lo habrá estado mirando demasiado tiempo (lo que lo obliga a flagelarse mentalmente, y se le vuelve irresistible el volver a mirarlo, una última vez, una mirada cortita). Le late el corazón y siente que comienza a sudar. Más aún.
José M. también está sudando, al igual que el resto de los pasajeros, pero por esos motivos incomprensibles del azar y la genética, logra anunciar sus secreciones con una rimbombancia química que tiene a más de alguno mareado ya (Renato se pregunta si no serán las feromonas de aquel que va delante que lo tienen confundido). José es uno de los que conversa, y antes de entrar en la estación, caminando desde la facultad, se fumó un par de puchos. El olor acre y amargo de cenicero sudoroso es su marca personal.
Sobre su interlocutor no diremos nada; fallecerá mañana de madrugada en un choque y no sería prudente inmortalizarlo en un relato tan banal como éste.
Evelyn H. está en la esquina diagonalmente opuesta a Renato. Viste semi-formalmente. Mira por la ventana, y pareciera estar triste, pensativa. Otro pasajero cercano, que está pensando justamente acerca de sus co-viajantes, decide para sí mismo que esta chica está triste porque ha salido hace poco de una relación. Agrega la nota mental de que probablemente fue finalizada por ella, dado el mal trato que recibía de su novio. Es más: amigos y gente cercana le habían insistido que él no era lo suficientemente bueno para ella. Terminar con él requirió toda la energía que le podía entregar su menudo cuerpo y alma. Satisfecho con su análisis, procedió a analizar las posibles formas de entablar conversación con ella. Qué abrumadora tarea tendría por delante! Cómo comunicar a esta chica en una conversación casual (casi tácitamente prohibidas en el Metro, por su escasez entre extraños) que él era un chico razonable, cariñoso, que le gustaba ir al cine y que tenía mucho amor para darle, si sólo le admitiera la más ínfima oportunidad de demostrárselo! Ciertamente la trataría mejor que su ex. No tenía idea si la chica era de pensamientos liberales o si tendría que esperar antes de ir a la cama con ella, pero estaría dispuesto a esperar, y esa espera le mostraría lo loable que eran sus intenciones.
En realidad Evelyn piensa sobre el desagüe de su ducha. Esta mañana el agua se había demorado en bajar. Al llegar a casa tendrá que meterle gránulos de soda cáustica, a ver si se destapa. Ese pensamiento le recordó (como siempre sucedía cada vez que pensaba sobre o se mencionaba la soda cáustica) ese experimento que hicieron en el colegio con una hoja de álamo. La dejaron remojando en una solución de soda cáustica durante una semana, y al final sólo quedó un fantasma de hoja, traslúcida y delicada como una medusa. Piensa que le gustaría hacerlo otra vez, quizás con una hoja más grande, pero probablemente no lo haga. Al llegar a casa estas ideas siempre se le desaparecen, casi como si fuera otra Evelyn la que existía en el trabajo y en la casa. En sus ratos libres, cuando viajaba en Metro, le surgían estas ideas.
Levanta brevemente la vista y se pregunta si habrá otros teniendo ideas libres, soñando, como ella. No, se dijo. Seguro que todos están pensando cosas normales.
Se abren las puertas y comienza el influjo de gente nueva.
La sección delantera beneficia al pasajero en las horas de mayor congestión humana con una densidad menor de cuerpos. El pasajero astuto sabrá colocarse en el punto preciso del andén para quedar frente a la primera puerta del tren. Tendrá así una menor probabilidad de viajar de manera extremadamente incómoda (hasta se podría decir íntima), o incluso de quedar parado sobre el andén, viendo cómo los afortunados desaparecen por la negra boca del túnel.
Por otra parte, aunque en la primera sección se viaja marginalmente más cómodamente, la ventilación es notoriamente insuficiente. Las ventanas admiten un flujo de aire, pero éste se desplaza rápidamente hacia la sección posterior, dejando el aire propio de la primera sección completamente estancado.
Es en en medio de este aire estancado que encontramos a once pasajeros silenciosos y dos en conversación. Al costado derecho de la puerta, bajo el freno de emergencia, se encuentra Enrique G. Enrique es bajo, de unos trentaytantos. Su cara es levemente angular, pero amigable; de hecho no sorprendería haberlo visto como leyenda menor de la Nueva Ola hace todos esos años. Algo habrá intuido sobre su plausible vida pretérita y alterna, ya que viste una camisa color marrón de anchas mangas, y las patillas descienden más allá de lo que honradamente se podría llamar una longitud casual.
Renato M. (a dos cuerpos de distancia, aproximadamente sobre el eje central del vagón y frente a la puerta) lo ha visto hace unos minutos. Le ha llamado la atención su apariencia. Éste se vuelve uno de esos momentos temidos en los que Renato desciende en un remolino de dudas acerca de su sexualidad. No ocurre seguido, e intenta acostarse con una mujer distinta por lo menos dos veces al mes para calmar sus dudas existenciales. Pero muy de vez en cuando, en un momento de ocio, nota a otro hombre, de apariencia interesante, y luego se pregunta si no lo habrá estado mirando demasiado tiempo (lo que lo obliga a flagelarse mentalmente, y se le vuelve irresistible el volver a mirarlo, una última vez, una mirada cortita). Le late el corazón y siente que comienza a sudar. Más aún.
José M. también está sudando, al igual que el resto de los pasajeros, pero por esos motivos incomprensibles del azar y la genética, logra anunciar sus secreciones con una rimbombancia química que tiene a más de alguno mareado ya (Renato se pregunta si no serán las feromonas de aquel que va delante que lo tienen confundido). José es uno de los que conversa, y antes de entrar en la estación, caminando desde la facultad, se fumó un par de puchos. El olor acre y amargo de cenicero sudoroso es su marca personal.
Sobre su interlocutor no diremos nada; fallecerá mañana de madrugada en un choque y no sería prudente inmortalizarlo en un relato tan banal como éste.
Evelyn H. está en la esquina diagonalmente opuesta a Renato. Viste semi-formalmente. Mira por la ventana, y pareciera estar triste, pensativa. Otro pasajero cercano, que está pensando justamente acerca de sus co-viajantes, decide para sí mismo que esta chica está triste porque ha salido hace poco de una relación. Agrega la nota mental de que probablemente fue finalizada por ella, dado el mal trato que recibía de su novio. Es más: amigos y gente cercana le habían insistido que él no era lo suficientemente bueno para ella. Terminar con él requirió toda la energía que le podía entregar su menudo cuerpo y alma. Satisfecho con su análisis, procedió a analizar las posibles formas de entablar conversación con ella. Qué abrumadora tarea tendría por delante! Cómo comunicar a esta chica en una conversación casual (casi tácitamente prohibidas en el Metro, por su escasez entre extraños) que él era un chico razonable, cariñoso, que le gustaba ir al cine y que tenía mucho amor para darle, si sólo le admitiera la más ínfima oportunidad de demostrárselo! Ciertamente la trataría mejor que su ex. No tenía idea si la chica era de pensamientos liberales o si tendría que esperar antes de ir a la cama con ella, pero estaría dispuesto a esperar, y esa espera le mostraría lo loable que eran sus intenciones.
En realidad Evelyn piensa sobre el desagüe de su ducha. Esta mañana el agua se había demorado en bajar. Al llegar a casa tendrá que meterle gránulos de soda cáustica, a ver si se destapa. Ese pensamiento le recordó (como siempre sucedía cada vez que pensaba sobre o se mencionaba la soda cáustica) ese experimento que hicieron en el colegio con una hoja de álamo. La dejaron remojando en una solución de soda cáustica durante una semana, y al final sólo quedó un fantasma de hoja, traslúcida y delicada como una medusa. Piensa que le gustaría hacerlo otra vez, quizás con una hoja más grande, pero probablemente no lo haga. Al llegar a casa estas ideas siempre se le desaparecen, casi como si fuera otra Evelyn la que existía en el trabajo y en la casa. En sus ratos libres, cuando viajaba en Metro, le surgían estas ideas.
Levanta brevemente la vista y se pregunta si habrá otros teniendo ideas libres, soñando, como ella. No, se dijo. Seguro que todos están pensando cosas normales.
Se abren las puertas y comienza el influjo de gente nueva.
9 Comments:
Quiza yo fui una de las desafortunadas que entro en ese vagon.
Unas cuantas veces he sido afortunada y he podido jugar a las miradas con chicos, mas que eso, mirarlos insistentemente. Solo uno hablo una vez. Desde ese dia que no sueño con hablarle a otro.
Suelo considerarme una persona muy observadora en cuanto a la actitud y accionar de las personas que pasan junto a mi, ya sea en el metro, en una micro conglomerada o, simplemente al pasar por el lado de personas en alguna calle. Es por esto, que me ha llamado la atención este relato sobre el interactuar por medio de las miradas, de una simple observación a distancia, ya que mi persona diariamente lo hace. Me gusta mucho el hecho de suponer lo que la gente expresa a través de sus gestos, de su mirada, de su actuar...lo que de cierta forma,significa que me gusta viajar en contacto con los demás. No suelo hablar con el resto cuando viajo, solo me preocupo de observar, lo que no quiere decir que más de alguien busque conversación conmigo...siendo no siempre muy entretenida.
Hoy, cerca de las 10:40pm, esperando el comienzo de mi última clase del día sentado en un banco de madera, devoraba el contenido de un paquete de tempura de zapallo, ya helado y a mitad de precio. No es la primera vez que lo hago; de hecho, se ha convertido casi en un ritual todos los jueves por la noche. Y todos los jueves creo empezar a ver a la misma gente, todos en sus quehaceres rutinarios, siempre iguales, siempre los mismos. Mientras saboreaba la última pieza de mi "papa universitaria" (daigakuimo, la version ultracalórica de la simple papa frita, capaz de producir un coma diabético si no es consumida con moderación), me pregunté si esta gente no se habría dado cuenta de mi presencia también. La tipa que vacía el tarro de basura a las 10:30. El tipo de la caja numero 3, que sale a recreo a las 10:25. Y no digamos que paso desapercibido - con mi frondosa cabellera ondulada y el prominente arco de mi nariz (la cual ha sido descrita en tamaño como sólo secundaria a las piramides de Giza), Japón no es particularmente un país de camuflaje. Necesariamente tienen que percibir que cada jueves, cerca de las 10:30pm, un extranjero con cara de sueño se sienta afuera de su supermercado.
Y sin embargo nadie dice nada. Todos nos obviamos, como parte de la simple rutina que nos une.
Mis reverencias estimado, muy bien descrito, aunque le cuento un secreto... aqui entre nosotros, he descubierto que con algo menos de probabilidad, pero misteriosamente, en la parte trasera, en la última puerta ocurre algo similar... no es tanto como estar justo en el trasero del conductor, pero en caso de emergencia y vea que no llega hasta el inicio vayase al final, quizas las probabilidades no jueguen en su contra ese día.
Saludos.
Interesante, Masque Nu. Tendré que corroborarlo. El problema es que si tomas el metro en Baquedano hacia Bellavista de la Florida, el último vagón siempre se llena primero, al estar más cerca de las escaleras de acceso.
A veces no me importa ir apretada en el metro, siempre y cuando hayan muchos niños con cara de buenos y lindos que admirar.
Paul, eres TÚ el joven que se acuesta con dos chicas a la semana para corroborar su sexualidad!!??
Dos a la semana? Miren como crecen las leyendas cuando se pasan de boca en boca...
Jeje.
d.
Hola.
Que buen relato. Me gustó mucho, no por cómo fueras desenvolviendo la historia, si no por el tema que trata: El Metro.
Los Metros, fuese en cualquier parte del mundo, me fascinan, desde que a los 14 leí "Manuscrito Hallado en un Bolsillo", de mi escritor preferido. Cuando lo leí, me dejó, literalmente, loca. Es una historia sencilla, pero me marcó, y creo que, una y mil veces, inconcientemente, he jugado "el juego" dentro de infinitos vagones. Llegar a sentir las "arañas en el estómago, la espera con su péndulo de estación en estación" de vez en cuando resulta indescriptible. Por eso me gusta viajar en metro, aunque en muchas ocasiones se halla vuelto algo extremadamente incómodo, aún así, algunos serán siempre soñadores, y buscarán arañas en pozos en donde otros no saben que pueden existir.
Concuerdo con Óscar Hahn cuando dice:
"Desventurados los que divisaron a una muchacha en el Metro y se enamoraron de golpe y la siguieron enloquecidos y la perdieron para siempre entre la multitud. Porque ellos serán condenados a vagar sin rumbo por las estaciones y a llorar con las canciones de amor que los músicos ambulantes entonan en los túneles.
Y quizás el amor no es más que eso: Una mujer o un hombre que desciende de un carro en cualquier estación del Metro y resplandece unos segundos y se pierde en la noche sin nombre."
Te felicito, porque tienes la capacidad que no muchos poseen, el congelar un segundo y traspasarlo al papel para que otros lo lean e imaginen en segundos que se vuelven infinitos. Mientras, continúa observando los detalles en donde estés, como el buen espectador que eres, como si todas las cosas y todos los lugares fuesen última estación del último metro de la vida.
K.
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