El Cantar de la Lluvia
Eran ya las diez y había estado lloviendo hace horas. Estaba sentado en la cocina oscura, en la silla que tuvo que arreglar esa misma tarde. El olor a pegamento había cedido ante el olor de la lluvia.
Miraba el servilletero, como proyectaba su desfigurada sombra sobre la mesa. Pese a que sentía un poco de frío en las canillas, no tenía ganas de cerrar la ventana. Sentado ahí en la semi-oscuridad, escuchaba como pasaban los autos en la calle mojada, se imaginaba los techos que podría ver si se asomara a la ventana: techos de fibrocemento, de zinc, con tejas viejas, ladrillos, tubos de metal y otros desechos tirados encima. Si fuera por él, si él pudiera decidir qué ver desde su departamento, aquellos techos estarían limpios de basura; no tendría que mirar ese desorden gris todas las mañanas, todas las tardes, día tras día.
Pero ahora no los podía ver porque estaba sentado, y sólo alcanzaba a ver el cielo nocturno oscuro y frío. Sentado con las piernas cruzadas, jugaba con un lápiz, dándole vueltas, vueltas. A veces se le caía y tenía que empezar de nuevo. Volvió a pensar en los techos, en las planchas de pizarreño manchadas por la orina de gato. Sentía que las podía ver, ahí al otro lado del muro, mojándose, limpiándose. Sentía que su cocina, de noche, podía alterar los ruidos, su percepción del mundo. Se podía imaginar los techos limpios, regulares, sin manchas, reluciendo bajo la lluvia, negros con reflejos agudos de las luminarias anaranjadas. Podía imaginarse a los gatos temblando de frío en algún rincón, mojados, patéticos.
El lápiz seguía dando vueltas. Quizás si la luz estuviese prendida, habría logrado ver algún tipo de marca que le estaría haciendo a la mesa, a esa formica que se parecía a la porquería con que tapaban las mesas en los antros cerveceros, pero su mano estaba sumida en sombra; la única luz era la tenue franja anaranjada que cruzaba la mesa, marcando al servilletero.
Había considerado escribir algo en alguna servilleta; después de todo, no era poco común que la gente en sus momentos de tedio escribiese sobre servilletas, y hasta era posible que lograra algo decente. Lo había considerado, pero desechó la idea. En primer lugar, esta era su cocina, no cualquier restorán. Y en segundo lugar, no tenía nada que escribir. Qué prepotencia! Qué estúpido habría sido tomar el lápiz con la intención de escribir algo, para encontrarse que, lápiz en mano, no tenía nada que escribir. No había nada que le irritara más que esa predisposición absurda, ese entusiasmo literario tan infantil. Le desagradaba porque bien sabía que era una parte de su personalidad, que él hacía eso a veces, pero que la otra parte de su personalidad, la que había ido apareciendo a medida que pasaban los años, se lo criticaba, le pisoteaba la idea y, entonces, decidía no hacerlo, avergonzado de que siquiera se le había ocurrido. Si uno va a escribir algo en un papel, se dijo, que sea porque uno tiene algo que escribir, algo que lo tire, que lo empuje hacia el papel, como una persona subiendo desde las profundidades a la superficie clara y blanca del papel, donde podría respirar, gritar, pedir ayuda.
Notó que ya no tenía frío en las canillas y, además, que le ardían las orejas. Dejó el lápiz, lo dejó con la intención que rodara hasta que se topase con el servilletero, pero, en la oscuridad, era difícil juzgar la forma de soltarlo correctamente. Como una afrenta a su pequeño plan, el lápiz rodó, pasó cerca del servilletero, pero siguió de largo. Escuchaba mientras se alejaba, mientras cruzaba la gran planicie de sombras negras y claridades anaranjadas, hasta que el sonido se detuvo en seco: un momento se escuchaba claramente el rodar entusiasmado de su forma octogonal, y al siguiente, silencio, no lo pudo ver ni oír más y concluyó que se había topado con algo.
Sentado en la oscuridad, se sintió extrañado por la desaparición del lápiz. Pensó que quizás habría dejado algo ahí, una moneda, la caja de fósforos quizás, pero pensó en esos objetos sólo como una cortesía a su racionalidad, a su mentalidad lógica. El sabía bien que esos objetos estaban en cualquier parte menos en la mesa de la cocina: los bolsillos se los vaciaba en la mesita al lado de la puerta principal, porque no soportaba tener dinero suelto en la casa, y los fósforos estaban cerca del calefont. No, la mesa estaba vacía excepto por el servilletero.
Se le ocurrió la idea de explorar con la mano que le había estado sosteniendo la cabeza hasta ese momento, para ir en busca del lápiz y, de paso, quizás relajar algunos músculos y reacomodarse, porque su espalda estaba un poco adolorida. Su reacción lo sorprendió como un latigazo frío, un destello: no quería. Aún más; no podía. Fue entonces cuando notó la palpitación en sus tímpanos, en la vena que podía sentir con su dedo índice posado sobre su frente. No lograba comprender cómo se había congelado, cómo le había invadido un miedo involuntario, un miedo tonto de niño. Creyó sentir vergüenza, pero se distrajo con un pensamiento más imponente: estaba solo. Estaba sentado solo en su cocina, en la oscuridad, con la ventana abierta, dejando entrar el leve susurro de la lluvia. Estaba solo en su casa, no volvería nadie esa noche, no estaba esperando a nadie, vivía solo.
El susurro de la lluvia lo envolvía, entumecía su pensar.
Volvió a pensar en el lápiz. Se podría haber caído. A su miedo ahora se le sumaba enojo, enojo consigo mismo por ofrecer ideas tan estúpidas. Sabía perfectamente bien que el lápiz no se había caído,que no lo había detenido una caja de fósforos, ni una moneda, ni ninguna otra cosa como esa. Esforzó la vista nuevamente, tratando de percibir la silueta del lápiz o algún movimiento en la oscuridad. Nada.
Sabía con una certeza temible que tenía que salir de la cocina inmediatamente. Cada movimiento, cada palpitación de su frente, de su pulgar, de su pecho, cada respiro que daba lo desesperaba, le quitaba el aliento, lo dejaba aún más paralizado. Pensó en la posibilidad de gritar, pero no podía. La oscuridad le miraba en la cara y no podía. Sintió desesperación, pánico, comenzó a temblar. No quería terminar así. No era justo terminar su vida en una noche lluviosa, contemplando un servilletero.
Sin saber exactamente que fue, algo lo espantó. Algo le había precipitado a cometer la estupidez más grande de toda su vida. Estupefacto, se vio a si mismo, vio en cámara lenta como su cuerpo se levantaba y en un movimiento fluido trataba de lanzarse al pasillo, salir de la cocina y dejar atrás aquella helada oscuridad.
El chirriar de la silla perturbó el silencio, un paso, dos pasos, el ruido de su ropa, sus resoplidos rasgados y—
Nada.
Sólo el suave susurro de la lluvia en los techos mojados.
6 Comments:
Este cuento vendría a ser algo así como un especial de aniversario del blog, ya que en una semana más, cumple un año de existencia.
Decidí publicar algo relevante al blog en sí; de hecho, de este cuento tomé el título del blog (aunque el cuento lo escribí en Octubre del 2000).
Saludos,
d.
¡Muy bueno!
Tines harta creatividad, aparte de un ojo para las fotos excelente.
Saludos.
Tienes mucha magia en tu corazon....eres una personita especial.
Bastante interesante, es increíble sentir cómo uno imagina todo lo que vas relatando y se va metiendo cada vez más en el cuento. Si lo miras de manera fría, todo eso no pudo haber pasado en más de 5 minutos, pero lo escribes de tal manera que parece la noche entera...
Foix, Alma, y Sergio: Gracias!
Saludos,
d.
Si tuviese oportunidad de conocer a este durandal en persona, me enamoraria inmediatamente.
Me gustaria escuchar tu voz, si es tambien tan magica y tierna como tus cuentos..
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