Wednesday, January 27, 2010

Dando Jugo En La Parva

Cuando nací, mis padres ya habían pasado más de la mitad de sus vidas en Latinoamérica. A pesar del hecho que hablaban perfecto castellano, tuvieron la excelente idea de enseñarme a hablar en inglés primero, y luego pasar al idioma de los conquistadores.

Les parece extraño, queridos lectores? Pues imaginen que emigran a un país anglo, y su progenie, su copito de nieve de papás hispanohablantes—nacido en esas tierras—un día los mira con ojos enormes y les dice puedo iwr a jugawr con la pewro, mami? Horror. El pequeño Sebastián, Carlos, Jorge o la infante Catalina, Paz, Paula, Claudia, de apellido con tilde, ojalá zeta y doble erre, no es capaz de hacer rodar sus erres. Horror. Horrorismo. En su cabeza tienen visiones de un retorno futuro a Chile o al país latinoamericano del cual salieron, para que al engendro lo reciban al son de aquella canción de los Prisioneros, Por Qué No Se Van. No señores: al pibe se le enseña a hablar como corresponde, y después que se las arregle con el idioma local.

De esa época burbuja no recuerdo mucho. Me parece que fue corta, en todo caso. El nido o jardín infantil, dependiendo cómo le llame uno, era mayormente de habla inglesa. Posteriormente el colegio, por ser tan grande, podía darse el lujo de separar a los chiquillos en cursos distintos según su dominio del inglés. Para entonces, creo, ya hablaba suficiente castellano.

Me queda en la memoria, eso sí, un solo incidente donde yo no logré comunicarme con alguien por problemas lingüísticos. Fue en Cieneguilla, en lo que la mayoría de los sudamericanos podrían identificar como "el campo", aquel que queda fuera de la ciudad, como para ir en auto y escaparse de todo. Ahí, en una hacienda vivían y trabajaban unos buenos amigos de mis padres, casados hace unos años.

Él, siempre de sombrero y cinturón de cuero, según recuerdo, era un hombre que podía contar la que no muchos contaban: había sobrevivido al proceso completo de la guerra sucia argentina. Apenas logró zafarse de las garras de los militares, emigró a Perú, junto a su novia, para comenzar nueva vida y dejar atrás lo bueno y lo malo que les brindó Argentina. Ahí tuvieron un hijo, una hija. El hijo, de pelo trigueño y corte He Man, me llevaba un par de años de ventaja y, si no se han olvidado de sus años de zigoto, un par de años son un enorme porcentaje de tu vida.

Era fin de semana, mis padres habían venido a visitarlos por el día. Hubo asado, hubo ensaladas. Los platos ya se habían recogido. Creo que los grandes estaban durmiendo una siesta. Guille, el rucio, y yo salimos a dar una vuelta por la hacienda. Tirar piedras a los enormes pozos de estiércol de chancho no era una actividad viable, por lo lejos y por lo peligroso. Y por el olor. Así que nos quedamos cerca de la casona. Encontramos unos ladrillos y comenzamos a construir un muro, usando un balde lleno de arena y agua a modo de cemento. Como se podrán imaginar, el muro se mantenía en pie por obra y gracia del vector de peso de la estructura, y no por alguna propiedad adherente de la arena mojada. Pero lo más notable del caso es que logramos construirlo sin entender una sola palabra de lo que nos hablábamos. Guille no hablaba inglés, y yo no hablaba castellano. Así de simple.

El muro se cayó a las pocas horas, presumiblemente por el viento. Volvimos de la comida para encontrarlo en el piso, desparramado. Que no se diga que fue por falta de comunicación.

Desde aquellos años en adelante, recibí mi educación lingüística en castellano desde cero, como todos los demás, pero con la ventaja de tener ya un idioma dando vueltas en la cabeza. El resultado es que, aparte de mezclar inevitablemente las palabras y el vocabulario, siempre tuve un punto de comparación. Y ustedes saben, queridos lectores, que un punto de comparación gesta ideas y razonamientos que normalmente no estarían ahí si hubiera una ausencia de puntos de comparación.

Abruptamente, a los ocho años, pasé de un país donde se habla el castellano a un país donde se habla el chileno. Fue como dar varios pasos atrás en términos de lo que podía comunicar y entender. Me vi ridiculizado por pronunciar las eses, me vi excluido del grupo por hablar distinto. Pero lo que más frustración me producía eran los modismos, la jerga, esas pequeñas frases que todos dicen y que, en el mejor de los casos, son como un acertijo encierra claves insuficientes para determinar su verdadero significado y, en el peor, no tienen más sentido que el balbuceo de un loco.

Pasaron muchos años antes de poder comprender bien lo que decía la gente. Me mantuve firme ante el embate de tantas frases crípticas: prefería la ridiculización pública antes de usar un modismo sin entenderlo cabalmente. Extraña decisión, ya que la consecuencia de usar un modismo de manera errada era, justamente, la ridiculización pública. No se olviden, queridos lectores, que mis pares en esa época eran los más crueles con los que generalmente se cruza un hombre a lo largo de su vida: mis pares eran niños, como yo.

Pero en mi afán de recolectar los por qué de los modismos y la jerga que escuchaba todos los días había pasado por alto un hecho notable: no todos los que hablaban en buen chileno me podían explicar por qué decían tal o cual frase, o de dónde venía tal o cual modismo. Lo usaban sin saber qué significaba, simplemente porque todos lo decían.

Horror! Y no era todo: con el tiempo se me hizo evidente que muchos de mis pares no podían separar el castellano canónico de la jerga chilena. Frente a un extranjero, un hermano latinoamericano, y en una situación de confusión, no eran capaces de eliminar de su vocabulario las palabras propias del Chile Lindo y dejar un esqueleto rudimentario de terreno lingüístico común. Horrorismo! Permítanme entonces, queridos lectores y, en particular, ustedes quienes no han tenido el beneficio de una explicación cabal del buen chileno, permítanme ustedes hermanos latinos que les explique, entonces, el título de este artículo, para que no quede en el aire como una de esas notas a pie de página que uno se deja mentalmente cuando lee un texto difícil, pero una de esas notas cojas, que no tienen pie, que no caminan y que no iluminaron en forma alguna la duda del lector, quedando vacías hasta el final del trabajo.

El término dar jugo me fue explicado por vez única—y de manera no enteramente convincente— por una amiga, quien sostenía que era una jerga, como tantas otras del buen chileno, originada en la cárcel.

Según ella, cuando los prisioneros estaban en el patio, habían los que no querían participar de ninguna actividad, ya sea por rebeldía, ya sea por desilusión. Quién sabe. Como habían elegido no aportar en absoluto con su presencia, y lo único que hacían era sudar sentados al sol, se decía que daban jugo. Vaya uno a saber si éste es el verdadero origen de la expresión.

Dejando de lado el origen del modismo, dar jugo se puede entender de varias maneras, todas centradas en que la acción jugosa es aquella que no deriva en resultados útiles, deseados o adecuados. Una persona que habla una serie de cosas inconexas, incoherentes, ridículas, desbocadas o verborreicas en el transcurso de una conversación con uno o más pares muy posiblemente está dando jugo, y sus pares se lo harán saber. No es de sorprenderse, claro, que el término cae de cajón en los casos de un ebrio parlanchín, insistente, irritante o pasado de la raya. Que sea hecho conocido el que una persona se ponga demasiado jugosa al beber es razón suficiente para no invitarla a la próxima junta de amigos.

El otro uso se aplica en casos donde la habilidad, destreza o dominio del tema en cuestión que eran requeridos de la persona en una situación dada iban mucho más allá de sus habilidades, destrezas o su dominio del tema en cuestión. Una persona que va a jugar un partido de fútbol de buen nivel sin el entrenamiento físico ni técnico adecuados va solamente a dar jugo. Una persona que no ha estudiado lo suficiente para un examen va solamente a dar jugo.Y un grupo de tres enduristas amateur que deciden meterse a un centro de ski en los últimos días del otoño, después de una nevada, una ola de calor, y una congelada van, como se habrán imaginado, a puro dar jugo.



Sí, a dar jugo total. Esto es lo que sucede cuando colocas agua mineral con gas en tu Camelback.



Esa mañana nos presentamos a los pies de la primera subida difícil. Dino, en una Honda XLX250, Rodrigo (otro más!) en su Honda Tornado y Luis, en una GTX200. Al cabo de varios intentos, Dino decidió que lo más prudente sería seguir por su cuenta en los terrenos bajos, ya que no pudo sortear la subida. Fue lo último que supimos de él ese día y la verdad es que creo que tomó una buenísima decisión. Ya verán por qué.

Al poco andar, llegando a la base de la Falsa Parva, nos encontramos con la nieve. Maldita sea. Si había nieve aquí, habría nieve más arriba y no podríamos llegar a Piedra Numerada, nuestro objetivo original.



Decidimos seguir adelante, porque la nieve sólo tenía 10 cm de profundidad. Otros 10, 20 minutos más de subir, y yo comencé a tener problemas: me era imposible no quedarme enterrado. Los otros dos seguían fuerte, pero por más que lo intentara de distintas maneras, yo no conseguía avanzar. Creo que era un tema del peso de la moto, por la mochila y la caja con la cámara.



Luis busca piedras para tomar velocidad.



Y pensar que en poco tiempo este lugar estaría lleno de gente en ski y snowboard.





Estábamos a pocos cientos de metros del morro de rocas sueltas desde donde se ve todo el valle y a sólo un kilómetro de la Laguna Piuquenes, pero no pudimos seguir más. La nieve quitaba toda velocidad, ganada en cortos tramos de piedras y rocas descubiertas.




Creo que he subido por estos andariveles, pero con más nieve, naturalmente.






Nos dimos vuelta, y bajamos hacia valle nevado, por los caminos de las lomas. Hubo algunos tramos de barro líquido, pero nada serio.












Por ahí nos apartamos hacia el final de un camino de valle. En realidad no era el final del camino, sino solamente un tramo en el cual el barro y las rocas no permitían llegar a una zona más plana, a campo traviesa. El tramo difícil no habrá tenido más de tres metros de largo. Rodrigo lo intentó varias veces, sin éxito, y yo también.



Al final nos dimos por vencidos, y paramos a descansar.



Por estos lados, las únicas señales macroscópicas de vida son las llaretas.



En algún momento el viento botó mi moto. Tenía la caja de herramientas y la caja de la cámara abierta. Qué grato, no?



Azorella compacta en su hábitat natural. Por ahí leí que es un pariente distante de la zanahoria. Quién lo habría dicho.



Me pregunto cuántos siglos se habrán demorado esos almohadones en crecer. Y me pregunto por qué algunas partes de la llareta han muerto.



Después del descanso, volvimos por donde bajamos, hacia las lomas altas.

Yo me aparté de los otros dos por tomar un mal camino, y para cuando los encontré, estaban en la parte más alta de una bajada enteramente cubierta de nieve. Qué tan difícil puede ser, nos dijimos.

Rodrigo se tiró, y por obra y gracia del Flying Spaghetti Monster llegó casi hasta abajo sin caerse, porque era hielo. 100% hielo. Comprendieron? Hielo!

Luis y yo nos tiramos y nos fuimos a la mierda. A él se le cayó la moto encima, y tuve que sacársela, y casi me resbalo cuesta abajo. Parecía rutina de los tres chiflados, porque no lograba pararme ni ayudarle. Eso sí, cuando tenía la moto encima, me tomé el tiempo para tomarle una foto.



Bueno, no una, sino dos.






Una vez que se había parado, puse la cámara en modo ráfaga, porque sospeché que no le iría muy bien de bajada. Y así fue.



Volví a parar mi moto y no podía. Apenas la levantaba unos cm, moto y yo resbalábamos un poco más cuesta abajo y la tenía que dejar caer. Miré a Luis, y se encontraba ahora a 30 m de la moto, intentando subir por el cerro a gatas.

Luego de muchos minutos de jadear (esto era a más de 3000 m, bastante por sobre el nivel del hotel de Valle Nevado) comencé a picotear el hielo alrededor de los neumáticos, usando una piedra, hasta llegar a la tierra congelada. Después despejé unas áreas para pararme, y sólo así logré parar la moto.

En eso, me di cuenta que Rodrigo venía subiendo para ayudarnos. Le habrá tomado unos diez minutos avanzar hasta ese punto, también gateando.



De ahí, con varias caídas y picotadas más logré enfilar hacia una zona de minúsculos puntitos negros bastante espaciados entre sí, que eran ápices de rocas que indicaban hielo delgado. Con muchísimo cuidado bajé gran parte del tramo por ese filo, escuchando cómo crujía la nieve bajo las calugas. Luis seguía atrás, exhausto.



Pero lo peor estaba por venir. Aquí tienen el mal augurio:



Esperé a que Luis y Rodrigo bajaran un poco más.



Lo primero que se nos había ocurrido (y lo único para lo que quedaban fuerzas) era intentar tirar la moto cuesta abajo, que se resbale sola, y así evitar el trabajo de levantarla. El problema es que el pedalín hacía de ancla muy efectivo, y la moto sólo se resbalaba cuando el pedalín no estaba en contacto con el hielo. Pero eso necesariamente significaba que sólo las ruedas y las botas del pobre infeliz que intentaba levantarla estaban en contacto con el hielo, haciendo bastante fuerza lateral. La moto avanzaba unos treinta centímetros, el usuario perdía el equilibrio, la moto se dejaba caer, el usuario se agarraba de lo que sea para no irse cuesta abajo. Lave y repita.



Testigo de nuestra gran odisea jugosa, El Plomo.



Aún faltaba lo peor, pero eso no lo sabíamos.



Poco a poco fueron bajando por el hielo.



Mil y un caídas de culo.



Con tan poco por avanzar.



Un descanso breve. Que la moto se joda.



La moto de Luis no partía con nada. Intentamos desahogarla. No partió. Toda superficie en esa zona era barro pegajoso, así que empujarla no era opción viable para hacerla partir.



Fuimos bajando, bajando, bajando, por el camino hacia Valle Nevado, generalmente teniendo que empujar la moto. Sí, en bajada y en neutro apenas era posible moverla por el barro acumulado.



Llegó un punto en el que el barro era tan pegajoso y tan profundo que ya la GXT no podía ser empujada. Incluso mi moto se quejaba amargamente por partir en primera y en bajada por el barro en las ruedas.

Qué hacemos?



Tampoco fue posible tirarla a mano, como cualquiera hubiera supuesto, pero en esa situación, estábamos dispuestos a intentar de todo.



Era hora de intentar hacerla partir otra vez. Si una moto no parte, o le falta aire, o le falta combustible, o le falta chispa. Aire y combustible tenía. Chispa, bueno, vaya a saber uno. Le había preguntado a Luis si acaso tenía la llave de la bujía, y comenzó a buscar algunas llaves de corona que andaba trayendo. No, hombre: la llave de bujía es bien especial, viene con la moto, sin ella no sacas la bujía, y se acabó. No puedes ir al cerro con tan mala preparación, murmuré para mi mismo.

Teníamos luz de día de sobra, y tan lejos del hotel no estábamos, así que nunca estuvimos en una situación seria. Altamente frustrante y cansadora, definitivamente.



Nos tiramos cerro abajo, intentando cortar camino.



Miren ese barro. Han estado en barro como ese? Es pegajoso. Pesado.



Rodrigo fue a buscar una cuerda al hotel, donde estaban en construcción, y yo intenté empujar la GXT cuesta abajo por el camino barroso. Habremos avanzado 5 metros en el tiempo que se demoró Rodrigo en ir y volver.

Trencé la cuerda y amarramos la Tornado de Rodrigo. Vi cómo él y Luis se caían una y otra vez por el barro. Ya hace rato que la cosa había perdido toda gracia de paseo. Queríamos simplemente llegar abajo.

Más caídas, más barro pegajoso, más caídas. Fui a ayudarlos en una oportunidad, dejando mi moto parada. Bajé cincuenta metros cuesta abajo, empujándolos, y cuando me di vuelta a mirar mi moto, estaba en el suelo. Ya estaba demasiado cansado como para levantarla (estaba con las ruedas cuesta arriba) y soltarla del barro. Por obra y gracia del Flying Spaghetti Monster, pasó por ahí un brasileño que había perdido las llaves de su auto el día anterior. Me ayudó a levantar la moto, y hablamos un rato. Me pregunto si las habrá encontrado en ese lodazal.

Unos doscientos metros más allá se acabó el barro, y los dos enlazados llegaron sin más caídas al hotel.



Miren eso: Qué asco.



Luis y sus jeans nuevos. No, en serio.



Ahí en el frontis, delante de la construcción, llegó una chica a informarnos que ya no era época para estar en moto allá arriba. Fue muy cortés: dio su mensaje y sería todo. Esa chica no tiene nada de qué preocuparse: ni aunque me pagaran vuelvo en esta época a los centros de ski.

Luis tuvo una iluminación de ampolleta cuando le pregunté nuevamente por la llave de la bujía, porque la alternativa era dejar la moto botada ahí mismo y regresar por ella otro día. Resultó que había estado todo este tiempo en el compartimiento de herramientas de la moto. Con menos testigos creo que me habría lanzado sobre él, las manos extendidas hacia su cuello.

Sacamos la bujía: estaba negra como la noche y en vez de chispa, salía una culebra minúscula de humo con cada ciclo del motor. Con una lija limpié los contactos y el aislador cerámico, cerré un poquito el spark gap y obtuve una hermosa chispa azul. Y en seguida me electrocuté con los 25 kV de la bobina.

Volvimos a instalar la bujía y la moto partió.

Bajamos los tres hecho una bola de barro y compartimos unas empanadas en el tradicional lugar detrás del control de Carabineros.

Qué jugo.

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Thursday, January 21, 2010

Ruta del Cóndor, Mayo '09

Éramos cuatro los que nos presentamos un día de mayo a la entrada del pueblito del Alfalfal: Rodrigo, distinto al Rodrigo que ya conocen ustedes, Jorge y Oscar. Ah, y el que les escribe. La idea era recorrer otra vez la Ruta del Cóndor. (click)



Un día hermoso de mayo, un mayo caluroso para la época del año.



Cuando me presentaron la Ruta del Cóndor, fue accediendo por detrás de unos arbustos, por una acequia, por una subida corta, angosta y empinada digna de caballos y perros. Tenía la impresión que no había otra forma de entrar ahí. Como esas cosas que uno acepta como dadas para no sobrecargar el cerebro con un cuestionamiento incesante de todo, acepté que esa era la única manera de que este hombre, esta moto y esta cámara lograsen ver las vistas maravillosas de la Ruta.



Rodrigo, con su XT600 y poca experiencia de subidas cortas, angostas, empinadas, francamente dignas solamente de caballos y perros, dejó caer su gran moto al comienzo mismo del paseo. Paf. Ahí, a la sombra de los árboles, sobre los destellantes trozos de espejo quebrado. Y, también, bajo la mirada desaprobadora de un hombre de sombrero, pies en los estribos de su marrón caballo, las manos descansando ligeramente sobre el pomo de la montura. Ah, y el sol en alto y detrás suyo.



Benditos sean los cascos. Benditos sean, porque ofrecen una expresión facial uniforme y constante al mundo, como un Playmóbil. Benditos sean, porque ocultan las expresiones faciales del usuario. Benditos fueron nuestros cascos, porque los cuatro nos congelamos en el acto; protagonistas de una instantánea vergonzosa, tomada con flash cruel en un momento inoportuno.



Seré honesto: no recuerdo si nos preguntó sobre la fé que teníamos en nuestros actos (y ustedes, qué creen que están haciendo?) o si se manifestó de otra manera. Pero todos dimos un salto, y la fé que le teníamos al acto de acceder a la ruta se tambaleó un poco. Una verdadera crisis espiritual, diría yo.



Que no saben que hay que pagar para entrar? Pues no, la verdad que no. Fue ahí que apagué el motor, me saqué los lentes de sol, me quité el casco. Esta la arreglábamos por las buenas, o no habría paseo hoy. Me disculpé, expliqué nuestra ignorancia colectiva, me aguanté la cátedra tradicional sobre "las motos". Cortésmente le pregunté como se podía hacer para pagar. Me indicó: en el pueblito, un almacén. En el almacén, una señora que gustosa recibirá las pocas monedas que cobra. Luego, al costado del almacén, un portón grande y una vía de acceso ancha, como la gente.



Mis acompañantes decidieron optar por la vía fácil, por el camino de autos, y pagar. Por aquí sigue la huella hasta el almacén?, le pregunté. Para pagar, agregué. Usted? Ya ta arriba. Ya pasó, dijo el caballero, con un aire de resignación y un toque de amargura.

Conversación terminada, caballo dado vuelta, hombre ido. Exhalación profunda.



Me puse el casco, los lentes, y bajé al pueblito por la famosa entrada de autos. Le pagué los pocos pesos que cobraban por pasar. Quise dejar bien parados a los que andan en dos ruedas. Además, me bajó un mareo de perspectiva: pago estos pocos pesos, obtengo la Ruta del Cóndor, el hombre se va feliz, apoyo la economía del pueblo. Nadie pierde. Se dan cuenta? A veces a uno se le nubla la claridad mental.



Ah, se dieron cuenta de otra cosa? La narrativa no va con las fotos. Apuesto a que los pillé desprevenidos. No? Astutos son mis lectores, entonces.



Lo que sí vale la pena mencionar es la cantidad de panorámicas que van en este artículo. Si iba a parar para sacar la cámara chica, por qué sacar una sola foto? Mejor sacar las que componen una panorámica, y luego recortar. De hecho, son tantas, que omitiré la tradicional invitación a hacer click sobre la foto y verla en tamaño más grande. Si no han aprendido a estas alturas, son caso perdido, estimados lectores.



Así que eso hice. Panorámica tras panorámica. Creo que saqué como cincuenta, sesenta. No estoy seguro.



También le di como caja al filtro polarizador. Más que nada trabajé con dos longitudes focales: 18 mm y 210 mm. Como diría mi compañero de casa mexicano, el resto me valió verga.



Aquí, la única panorámica tomada con la de 210 mm y polarizador. O fue con la compacta? Ya no recuerdo. Pero aquí la tienen.



La caja Pelican se portó bien, otra vez. La piel de oveja, precisa para paseos trail como éste, la terminaría dejando en casa en la ida a Chile de Diciembre del '09. Pero no nos adelantemos.



A veces es difícil decidir qué foto colocar: la vertical o la horizontal. Cuál prefieren?



Y la vertical:



Difíciles decisiones, de verdad.

He mencionado alguna vez que, para buscar inspiración al momento de escribir, escucho música? De una manera u otra tengo que volver al estado mental de los paseos, de la Cordillera, de Chile. A veces uso a Zitarrosa, a veces a Cafrune y los demás latinos orientales. Pero la mayoría de las veces pongo a Inti Illimani. Qué talento, qué música, qué letras. Cuando un gringo me pregunta por música chilena, es Inti lo primero que se me viene a la cabeza. Y es un problema, porque dar el contexto apropiado (histórico, social) a la música es un reto formidable. A veces rompo el silencio post-pregunta con una respuesta fácil, como Los Prisioneros o alguna cosa que quizás conozca si es de origen latino (sí, a los Prisioneros igual los tocan muy de vez en cuando en las estaciones latinas de ciudades más grandes).



No, pequeño saltamontes! Para situaciones así, mejor tener velocidad a ir lentito. O corres riesgo de aplastarte los huevos, o dejar caer la moto. O ambas cosas. Te lo digo por experiencia.



Es debatible, pero acaso las dos marcas más básicas de presencia humana no son los asentamientos y los caminos? Aquí tenemos un camino. Sin mantención, cuánto duraría? Varios siglos?



Y las torres, cuándo se caerían? Cuánto durarían? Qué los tumbaría?



Quién sabe. Pero ahí están hoy, llevando energía desde El Alfalfal hasta Santiago.



En algún momento del paseo, a Rodrigo se le rompió la pata de apoyo de la XT600. Naturalmente, la bestia se fue al suelo otra vez. Desde ese punto en adelante, fue necesario buscarle una roca lo suficientemente grande como para apoyarla.

Imagínense; ya casi les conté todos los detalles del paseo, y no vamos ni en el primero quinto de las fotos.

La huella del hombre:



Las torres siguen al camino, o el camino sigue a las torres? Es como sacar a pasear a un gran perro: a veces camina junto a ti, a veces desaparece, pero sigue siempre la misma ruta general, y ambos llegan al mismo destino, cansados, polvorientos.



Me pregunto si la tierra azul denota cobre. Me pregunto si es explotable. Ojalá que no lo sea.



Otra más, no me decido, no me decido. Vertical?



Horizontal?



Pobres fierros. Nacieron, viajaron, y los abandonaron aquí. Buen día, número 242.



Y ahí está la XT apoyada. Aquí almorzamos: un tradicional sándwich de jamón con queso, agua mineral con gas, maní con miel.



Y seguimos.



Cada rincón, cada mini cumbre, cada esquina proveían una vista notable. Saqué muchas veces la cámara grande.



Y si quieres salirte del camino, lo puedes hacer.



A veces los cerros invitan; ese impulso incontrolable de llegar más y más arriba.



Y siempre ofrecen la recompensa prometida, por lo menos en este lugar.



El día avanazaba, y era hora de seguir.



Galopando sobre los cerros, las torres nos indicaban el camino.



Otro punto alto, otra vista más.






Aquí, supuestamente llevando la delantera en cuanto a experiencia técnica, fui el único en no lograr la subidita.






Niños: nunca usen elásticos para amarrar la carga en la moto.



Sin excepciones.






Mú.



Comenzaron a aparecer algunas nubes altas, suavizando las sombras, apagando un poco los colores. Maldita sea.



Por otra parte, podría resultar una puesta de sol hermosa. Quién sabe.



Ocasionalmente me gusta aplicar este efecto. Recuerdan cuando lo usé por vez última?



Si no me equivoco, este espejo convexo lo tengo desde el viaje a la Carretera Austral. Eso fue en el 2007. Cómo pasa el tiempo.



Y sí, pasa. Difícil pensar que en el 2004 ni se me había ocurrido tener moto, el 2005 todavía pensaba que en la primera mantención de los 500 km era fundamentalmente necesario que la concesionaria realizara la revisión de válvulas, sólo porque lo indicaba el manual de la moto; el 2006 le hice un olé a Europa, y me compré la 250R; el 2007 me fui a la Carretera Austral y luego a USA a vivir. Coño, cómo pasa el tiempo, marica.



En un paseo pasado a la Ruta del Cóndor tomé una panorámica aquí, en este mismo punto. No salió bien, porque una de las fotos salió desenfocada. Mea culpa.



Ah, pero qué es esto? Promete, promete.



El cono del Cerro Colorado.



En algún momento me separé de los demás. No recuerdo si fue aquí, explorando un camino lateral con una torre como destino final.



O quizás fue aquí, por parar a sacar la cámara grande y armar una panorámica.



Recuerdo haber estado cautivado por El Plomo. Les digo honestamente: no recuerdo un paseo que yo haya hecho, salvo que haya sido fuera de Santiago o a las Lagunas del Santuario, donde no me haya fijado en la cara familiar, paternal de El Plomo. Lo veo también desde las calles de Santiago, haciendo trámites, visitando amigos, desde el auto, desde la moto, a pie, saliendo del Metro, en todas partes. La Paz tiene su Illimani, Ciudad de México su Popocatépetl y en lo que a mi concierne, Santiago tiene su Plomo.



Me visitaron.



De verdad esta vista daba para un buen rato de contemplación.



Es impresionante pensar que éstas son las luces que se ven de noche desde, por ejemplo, Av. Apoquindo, y éstas son las ventanas que, en cierta época del año, reflejan el el sol del atardecer, produciendo brillantes puntos anaranjados en la cordillera.



Ya los demás habían seguido su camino. Yo seguí sacando fotos, fascinado.



Cómo resultaría la puesta de sol? Difícil saber.



He pensado imprimir algunas de estas fotos como gigantografías. Creo que la que imprimiría sería ésta.



O ésta? No me decido.



Están cansados de la misma vista? Será la penúltima.



Y la última.



De bajada, creo que me topé con alguien más. La verdad, no recuerdo quién era. Creo que era Rodrigo.



Se va acabando el paseo, vamos bajando al valle.



De aquí en adelante, el sol iba oculto tras los cerros, y sólo quedaba llegar al tradicional puesto de empanadas, detrás del control de Carabineros.



Y saben lo que me dijo el caballero de las empanadas?

A la casa! A una ducha, un vino caliente y una buena hembra.

Y pues no me quedó opción más que hacerle caso.

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