Las Lagunas Del Santuario
Hace unos años hice un paseo al Santuario de la Naturaleza, al nor-este de Santiago. Fui con una chica que había conocido hace poco. Nos pareció grata la idea de hacer un picnic, así que llevé papas fritas, bebidas y cosas por el estilo, y ella se encargó de los sandwiches. Habría preferido que cada uno llevara su comida; suelo ser quisquilloso con ese tema. Fuimos en auto, recuerdo que era un día lindo, pero hacía un poco de frío.
Había comprado mi primera moto hace poco y, uno o dos días antes del paseo, la pesada chaqueta de cuero que usaría durante año y tanto, hasta ser derribado por una despistada al volante. La usaba con un poco de timidez y bochorno, por esas mismas características que más adelante harían que le tuviera mucho cariño.
Del cooler la chica sacó unos sandwiches en pan de molde integral. Al parecer eran vegetarianos. Les había colocado grandes rodajas de tomate, el cual había humedecido todo el pan, hasta volverlo una pulpa asquerosa. Haciendo una esfuerzo extremo, y llenando mi boca simultáneamente con papas fritas para darle algo de textura a lo mascado, logré comer la mitad de un triángulo.
Esa noche, como a las 4 am, me desperté con la desagradable certeza de que en 30 segundos estaría vomitando. Y así fue. Hablé por el gran teléfono blanco hasta más no poder. Invoqué a Guajardo en innumerables ocasiones. Con los nudillos blancos, manejé la micro de porcelana. Esto no tenía fin?
Tuvo fin media hora después, cuando comenzaron los calambres estomacales, un dolor insoportable. Se hizo el día. Esa mañana, le mandé un mensaje a la chica, una estudiante de enfermería. Al grano y al punto, le conté mis síntomas, y le pregunté qué podía tomar para parar los calambres.
Esa fue la última vez que me comuniqué con ella. El solo pensar en su existencia me revolcaba –y me revuelca hasta el día de hoy– el estómago.
En fin; a ese mismo Santuario nos dirigimos con Chico y Run el domingo pasado. El destino: las pequeñas lagunas ubicadas unos 50 km al norte, en la cordillera misma. Esta fue la ruta. Primero, una vista que incluye parte de Santiago.
Y aquí, la ruta en si, la cual dibujé pacientemente a mano. Puedes bajar el .kmz para Google Earth aquí.
José Antonio (Run) llevó su cámara, y gentilmente me dejó incluir algunas de sus fotos aquí. Pueden ver el resto de las suyas en su blog.
Partimos a las 11 am de la YPF del final de Av Las Condes. Entramos al Santuario, y seguimos un corto camino de tierra por el costado izquierdo de la quebrada. Pasamos la casa abandonada que se usa para juegos de paintball, y seguimos a Chico por un camino de rocas angulares y sueltas. Primer descanso, para ajustar el manillar de Chico y recitar la frase favorita de Ben: cañería de milico.
Escuché, por sobre el ruido de mi motor, que venían otras motos detrás. Yo iba lento: el camino no era más que un paso angosto, y no quería cometer un error al comienzo del paseo.
Me hice a un lado y los dejé pasar. Eran por lo menos tres KTM de cilindrada grande. Andaban fuerte, rápido. Chico me comentó que seguramente estarían entrenando.
Me topé con ellos un poco más adelante:
Al cabo de un rato llegamos al primer descanso.
Ahí nos topamos con dos motos más, que llegaron después: una pareja padre-hijo. Luego de un tiempo de descanso, pasaron las KTM que venían detrás:
Había comprado mi primera moto hace poco y, uno o dos días antes del paseo, la pesada chaqueta de cuero que usaría durante año y tanto, hasta ser derribado por una despistada al volante. La usaba con un poco de timidez y bochorno, por esas mismas características que más adelante harían que le tuviera mucho cariño.
Del cooler la chica sacó unos sandwiches en pan de molde integral. Al parecer eran vegetarianos. Les había colocado grandes rodajas de tomate, el cual había humedecido todo el pan, hasta volverlo una pulpa asquerosa. Haciendo una esfuerzo extremo, y llenando mi boca simultáneamente con papas fritas para darle algo de textura a lo mascado, logré comer la mitad de un triángulo.
Esa noche, como a las 4 am, me desperté con la desagradable certeza de que en 30 segundos estaría vomitando. Y así fue. Hablé por el gran teléfono blanco hasta más no poder. Invoqué a Guajardo en innumerables ocasiones. Con los nudillos blancos, manejé la micro de porcelana. Esto no tenía fin?
Tuvo fin media hora después, cuando comenzaron los calambres estomacales, un dolor insoportable. Se hizo el día. Esa mañana, le mandé un mensaje a la chica, una estudiante de enfermería. Al grano y al punto, le conté mis síntomas, y le pregunté qué podía tomar para parar los calambres.
Esa fue la última vez que me comuniqué con ella. El solo pensar en su existencia me revolcaba –y me revuelca hasta el día de hoy– el estómago.
En fin; a ese mismo Santuario nos dirigimos con Chico y Run el domingo pasado. El destino: las pequeñas lagunas ubicadas unos 50 km al norte, en la cordillera misma. Esta fue la ruta. Primero, una vista que incluye parte de Santiago.
Y aquí, la ruta en si, la cual dibujé pacientemente a mano. Puedes bajar el .kmz para Google Earth aquí.
José Antonio (Run) llevó su cámara, y gentilmente me dejó incluir algunas de sus fotos aquí. Pueden ver el resto de las suyas en su blog.
Partimos a las 11 am de la YPF del final de Av Las Condes. Entramos al Santuario, y seguimos un corto camino de tierra por el costado izquierdo de la quebrada. Pasamos la casa abandonada que se usa para juegos de paintball, y seguimos a Chico por un camino de rocas angulares y sueltas. Primer descanso, para ajustar el manillar de Chico y recitar la frase favorita de Ben: cañería de milico.
Escuché, por sobre el ruido de mi motor, que venían otras motos detrás. Yo iba lento: el camino no era más que un paso angosto, y no quería cometer un error al comienzo del paseo.
Me hice a un lado y los dejé pasar. Eran por lo menos tres KTM de cilindrada grande. Andaban fuerte, rápido. Chico me comentó que seguramente estarían entrenando.
Me topé con ellos un poco más adelante:
Al cabo de un rato llegamos al primer descanso.
Ahí nos topamos con dos motos más, que llegaron después: una pareja padre-hijo. Luego de un tiempo de descanso, pasaron las KTM que venían detrás:
A ratos aparecía el sol plenamente, a ratos aparecía tras una alta capa delgada de nubes.
Habría preferido un día completamente despejado, pero bueno.
Y seguimos, siguiendo caminos angostos y muy angostos, de superficie compactada o con piedras angulares sueltas.
El camino era largo, largo. Seguía los eternos contornos de los cerros.
A veces Chico se adelantaba un poco, y lo alcanzábamos unos segundos después.
A pesar de haber subido bastante, seguíamos en la humedad y bruma de las bajas altitudes.
Eventualmente comenzó la nieve, con algunos manchones por aquí y por allá, nada serio al comienzo.
Nos apartamos del camino, para seguir una huella fácil por las lomas de los cerros.
La única dificultad fue una pequeña subida. Aquí subió Chico, luego yo, sin problemas, luego Run, quien tuvo que hacer un segundo intento, esta vez más rápido, y finalmente el padre e hijo.
La huella se hizo angosta, con nieve a los lados. No era un buen lugar para estar con neumáticos de calle, particularmente por la ladera del cerro a nuestra derecha, pero pasamos sin problemas.
Al final de la huella, llegamos a una gran planicie, y luego un ancho camino de tierra.
Y, en una cima cercana, esta estación de antenas.
Se veían caminos que descendían hacia el Valle Central. Allá, a lo lejos, está Colina, perdida en la bruma.
En vez de seguir el camino principal, tomamos uno secundario. El cartel anuncia los horarios de tronadura, pero se encontraba sin información.
Y ahora la nieve bordeaba el camino, pero sin invadirlo. Ven el punto avanzando por el camino?
Ese es el punto, es Chico.
Esperando a Run.
Hacía frío, y a ratos el viento blanco cruzaba el camino.
Ahí viene Run.
Hermosas texturas de piedras y nieve.
Los tramos en los cuales la nieve cubría el camino se fueron haciendo más y más frecuentes. Pudimos pasar gracias a que existía ya una huella de nieve compacta. Quizás lo dejaron los de las KTM, hace unos días.
A pesar de toda la experiencia de Chico, nada podía compensar su baja estatura. En la nieve no hay alternativa: es absolutamente necesario usar los pies constantemente para enderezar la moto.
Y si tus pies no llegan fácilmente al suelo...
Esta bajada me dio problemas. La miré, la miré. Bajé la moto a pie, caminando, con la ayuda de Chico y Run.
El hijo no tuvo problema alguno.
Andar sobre la nieve cansa. A pesar de mi mica antiempañante, hubo momentos en los que tuve que abrirla, por no poder ver nada. Jadeando por la altitud y el esfuerzo de luchar contra el manubrio, cruzamos nevada tras nevada, hasta por fin llegar a la primera laguna congelada.
Sobre el hielo, piedras, seguramente tiradas por motociclistas curiosos.
Nos apartamos del camino, para seguir una huella fácil por las lomas de los cerros.
La única dificultad fue una pequeña subida. Aquí subió Chico, luego yo, sin problemas, luego Run, quien tuvo que hacer un segundo intento, esta vez más rápido, y finalmente el padre e hijo.
La huella se hizo angosta, con nieve a los lados. No era un buen lugar para estar con neumáticos de calle, particularmente por la ladera del cerro a nuestra derecha, pero pasamos sin problemas.
Al final de la huella, llegamos a una gran planicie, y luego un ancho camino de tierra.
Y, en una cima cercana, esta estación de antenas.
Se veían caminos que descendían hacia el Valle Central. Allá, a lo lejos, está Colina, perdida en la bruma.
En vez de seguir el camino principal, tomamos uno secundario. El cartel anuncia los horarios de tronadura, pero se encontraba sin información.
Y ahora la nieve bordeaba el camino, pero sin invadirlo. Ven el punto avanzando por el camino?
Ese es el punto, es Chico.
Esperando a Run.
Hacía frío, y a ratos el viento blanco cruzaba el camino.
Ahí viene Run.
Hermosas texturas de piedras y nieve.
Los tramos en los cuales la nieve cubría el camino se fueron haciendo más y más frecuentes. Pudimos pasar gracias a que existía ya una huella de nieve compacta. Quizás lo dejaron los de las KTM, hace unos días.
A pesar de toda la experiencia de Chico, nada podía compensar su baja estatura. En la nieve no hay alternativa: es absolutamente necesario usar los pies constantemente para enderezar la moto.
Y si tus pies no llegan fácilmente al suelo...
Esta bajada me dio problemas. La miré, la miré. Bajé la moto a pie, caminando, con la ayuda de Chico y Run.
El hijo no tuvo problema alguno.
Andar sobre la nieve cansa. A pesar de mi mica antiempañante, hubo momentos en los que tuve que abrirla, por no poder ver nada. Jadeando por la altitud y el esfuerzo de luchar contra el manubrio, cruzamos nevada tras nevada, hasta por fin llegar a la primera laguna congelada.
Sobre el hielo, piedras, seguramente tiradas por motociclistas curiosos.
El padre e hijo decidieron quedarse, y nosotros seguimos nuestro camino.
Más nieve, más profunda, más difícil.
Al cabo de un rato Run decidió volver a la primera laguna. Estaba cansado de la nieve.
Y nosotros eventualmente llegamos a la segunda laguna.
Era el fin de la huella en la nieve, y no pudimos seguir más. Además, por la hora era prudente volver. Las nubes avanzaban, y los parches de sol eran cada vez menos frecuentes.
Una quietud increíble. A ratos la antiparra de Chico golpeaba rítmicamente contra el estanque de su moto, meciéndose en el viento. Eso, el crujir de la nieve bajo mis botas, eran los únicos ruidos en esa inmovilidad que tienen las escenas de alta montaña.
Caminamos hacia la laguna. Pisé la nieve entre las llaretas, y mi bota se llenó de agua: bajo la nieve, habían charcos profundos. Genial.
Chico tenía muchas ganas de caminar sobre el hielo, pero habría sido poco inteligente por una cantidad incontable de razones. Así que se contentó con saltar a una pequeña isla.
Y qué tan grueso era el hielo aquí?
Con frío, luego de haber comido unos galletones, volvimos a las motos.
Al llegar a la primera laguna encontramos a Run, acurrucado contra una roca. Aseguró no haber pasado tanto frío ni haberse aburrido tanto. Comenzamos a bajar.
A unos km de las antenas, Chico y Run se adelantaron. Yo había parado para una foto, o algo similar. Iba a buena velocidad, bajando por un camino relativamente ancho, con piedras angulares sueltas y áreas de nieve y barro. Como suelen ser estas cosas, crucé el centro del camino, para pasar del lado derecho al izquierdo. Habré llevado unos 30 km/h, quizás menos, quizás más. La verdad, no tengo idea. La rueda delantera se me fue de pronto. Me mantuve con la moto, me da la impresión que no la solté y que la usé de trineo durante un tramo. Esto lo corrobora la zanja de unos 30 cm que dejó el protector izquierdo. Acerbis Multiplo T, los amo.
Mi pierna derecha, sin embargo, no tuvo mucha suerte. Se me subió el pantalón, y cuando la moto y yo nos detuvimos, me di cuenta que me estaba quemando con el tubo de escape. Me dolía, aunque no intensamente. La capa superior de la piel se salió al instante, parecía una abrasión, pero en versión gigante. El área quemada estaba rosada, pero no se veía mal.
Me di el tiempo de quitar la piel desprendida, de sacar el botiquín (primera vez que lo llevo, y me acompañará de ahora en adelante) y de aplicar una crema para quemaduras que por milagro tenía. Alcancé a los demás en las antenas, y bajamos.
Pasó un buen rato antes de llegar al lugar del primer descanso otra vez. Ahí volví a colocarle crema a la quemadura, y la tapé con gasa. Ya no se veía tan linda.
Luego de tomar agua, comer un sandwich, y proteger la quemadura, me sentí mucho mejor. Bajamos rápido, aunque seguramente para Chico era un ritmo relajado.
Cuando faltaba no más de media hora para llegar a la entrada del Santuario, le di de lleno a una roca medianamente grande. La rueda delantera saltó, salté yo, la moto osciló salvajemente para todos lados, y asumí que iba a caer a tierra. Por unos momentos, me vi en la trayectoria de un árbol, pero fueron pasando los instantes de descontrol sin que terminara en el suelo y, cuando me di cuenta que había logrado mantener el control, estuve muy feliz. Miré por el espejo, pero Run no me había visto, y Chico tampoco. Maldita sea. Estoy seguro que se vio espectacular.
Llegamos a la YPF de Av Las Condes ya de noche, cansados, polvorientos, yo con una bota empapada y una linda quemadura en la pantorrilla.
Me di el tiempo de quitar la piel desprendida, de sacar el botiquín (primera vez que lo llevo, y me acompañará de ahora en adelante) y de aplicar una crema para quemaduras que por milagro tenía. Alcancé a los demás en las antenas, y bajamos.
Pasó un buen rato antes de llegar al lugar del primer descanso otra vez. Ahí volví a colocarle crema a la quemadura, y la tapé con gasa. Ya no se veía tan linda.
Luego de tomar agua, comer un sandwich, y proteger la quemadura, me sentí mucho mejor. Bajamos rápido, aunque seguramente para Chico era un ritmo relajado.
Cuando faltaba no más de media hora para llegar a la entrada del Santuario, le di de lleno a una roca medianamente grande. La rueda delantera saltó, salté yo, la moto osciló salvajemente para todos lados, y asumí que iba a caer a tierra. Por unos momentos, me vi en la trayectoria de un árbol, pero fueron pasando los instantes de descontrol sin que terminara en el suelo y, cuando me di cuenta que había logrado mantener el control, estuve muy feliz. Miré por el espejo, pero Run no me había visto, y Chico tampoco. Maldita sea. Estoy seguro que se vio espectacular.
Llegamos a la YPF de Av Las Condes ya de noche, cansados, polvorientos, yo con una bota empapada y una linda quemadura en la pantorrilla.